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Asesinos altruistas

Cada vez que la fiera despierta y pega el zarpazo, a uno le viene a la memoria aquella definición que no hace mucho un máximo dirigente de Herri Batasuna ofreció públicamente de ETA: "Grupo armado de personas altruistas". Tamaña brutalidad teórica corre paralela a la barbarie práctica que pretende justificar. Y, al revés, esta barbarie no sería posible sin la perversion de las conciencias de bastantes que aún discurren como aquel dirigente.Mientras los moralistas debaten todavía la posibilidad de un acto moral que sea de verdad desinteresado, es decir, que no proceda al fin del amor propio, aún hay bestias por estos contornos que no sólo han resuelto el problema, sino que mantienen que el altruismo bien entendido comienza por descuartizar al otro. Como burla literaria, se había escrito ya que el asesinato era una de las bellas artes, aún no -ni siquiera en burla- que fuera un modo excelente de ejercer de altruistas. Pero ¿a qué se está llamando aquí altruismo?

Con inmensa simplicidad, se viene a considerar altruista a quien lleva una conducta que entraña el riesgo de su propia vida, aunque sea con ocasión de atentar contra la del prójimo. Si no es más que eso, ¿habrá que llamar en adelante altruista al criminal, que también arriesga lo suyo en sus fechorías? Para medir su altura de miras, uno se pregunta si el terrorista manifestarla idéntica afición al crimen en caso de contar con la misma o mayor probabilidad que las potenciales víctimas de perder su vida en la refriega. Aun si así fuera, cabe imaginar que quien no da valor a su propia existencia parece más dispuesto a despreciar la del vecino. Y más aún, como a los vivos nos está vedada la experiencia del morir, no tenemos idea cabal del significado de matar, y siempre nos será más fácil poner fin a la vida ajena que dejar que acaben con la nuestra.

Por lo demás, ¿acaso la entrega absoluta a una causa colectiva otorga sin más credenciales del altruismo? Eso sería tanto como ignorar el egoísmo que define a la tribu, a la cuadrilla o a la empresa, enfrentado cada uno de ellos a otros tantos egoísmos de individuos y grupos. Pero todavía hay quien se cree digno de honores por el hecho de cultivar una solidaridad entre los suyos que no tiene más objetivo que afianzar la insolidaridad con el resto. ¿0 es que alguien desconoce a tantos impotentes que se echan en brazos de todo lo que les recuerde el refugio materno?

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Por eso habría que indagar el espíritu que impulsa a calificar de altruista el terror de ETA, qué concepción subyace a tan macabra paradoja. Uno diría, en primer lugar, que la añoranza del mito de la salvación: la omnipotencia del sacrificio, el prestigio de la purificación por el fuego, el valor redentor de la sangre de los mártires. Se ha de predicar que el grano de trigo quizá debe morir, pero, a ser posible, morir matando. Súmese a ello esa mala conciencia de quien, compartiendo sus fines, pero no los méritos del terrorista, descarga su culpa a través de la mística del compromiso armado. La moral de la autoinmolación y la renuncia, fácilmente corrompibles, conduce así al asesinato. Y es que el sacrificio propio justificaría sacrificar a los otros sin miramiento alguno.

La admiración del héroe y de lo heroico juega aquí también un papel decisivo. En este reino de lo mediocre, todo lo que aparezca como extraordinario recibirá entre los más ingenuos un culto seguro. Que las razones del héroe no siempre sean venerables, que sus hazañas res pondan tantas veces a su propia hybris o desmesura, que sus empresas culminen con demasiada frecuencia en la catástrofe no sólo personal, sino colectiva, son cosas a las que sus admira dores suelen permanecer ciegos. Tan sólo les importa la repentina liberación de su cotidiana miseria que la exaltación del héroe les produce. Sólo les satisface la unión afectiva que con él, y el séquito de sus fieles, se imaginan formar. Hay héroes, en de finitiva, que corren el peligro de convertir a sus seguidores en vi llanos. Y cuando los celebrados como héroes son de hecho unos villanos -como es el caso-, entonces no consiguen sino ahondar en sus adictos su natural villanía.

Alguno de éstos aún sostendrá que el etarra merece el nombre de altruista por combatir en favor de otro. Sospechoso al truismo este que se arroga distinguir sin réplica posible entre el otro al que es lícito exterminar y ese otro al que, de grado o por fuerza, proclaman servir. Y, desde luego, raquítico. Pues ¿quién es este último otro? Un nosotros cuyo mejor título estriba en que el azar le ha hecho nacer dentro de unas mugas y para el que los otros, por haber nacido fuera de ellas, son el ene migo. Desde ese nosotros, el otro es finalmente lo otro, algo sin rostro ni identidad; en una palabra, lo eliminable. A lo sumo, como aquel presidente estadounidense que calificaba a RA un dictador latinoamericano de su hijo de puta, los más osados de sus correligionarios tal vez se atrevan a confesar por lo bajo: "Los de ETA serán unos asesinos, pero son nuestros asesi nos". A fin de cuentas, dicen matar por los suyos, y ello, se conoce, limitaría lo atroz de la matanza.

¿Habrá que concederles, con todo, aquella "compasión por la patria" de la que habló Simone Weil? No es seguro que, más allá de sus reales moradores, haya patrias que requieran compasión alguna. Pero aun ésa les concederíamos, con tal que el terrorista aceptara compartir su sentido de la patria con el de sus compatriotas. A lo mejor comprendía entonces que esa patria no corre peligro. como para ser compadecida, o que él mismo representa el mayor peligro para su patria. ¿Les animará tal vez un noble sentimiento de piedad para los vencidos? Pero aquí no hay vencidos, o, por lo menos, unos vencidos que reclamen su recuerdo justiciero.

No. Lo que ese hipotético asesino por altruismo ignoraría es que una compasión sin límites por el pueblo sufriente desemboca con facilidad en el terror despiadado. Fue la piedad irracional de los jacobinos hacia la multitud de los malheureux la que alimentó sin cesar la guillotina. Por eso, quien, con las mejores intenciones, se disponga a cambiar el mundo a sangre y fuego habrá de dotarse antes de una moral capaz de deliberar. Debe saber, advierte A. Finkielkraut, que "nada hay más maleable que la bondad sin pensamiento, nada hay más terrorista que una bondad que se apoya sobre un saber congelado y que pretende haber resuelto de una vez por todas el problema del otro". Habrá de recordar "que la alteridad no tiene un titular fijo, que la causa no está nunca vista y que la pregunta ¿quién es el prójimo? no puede recibir una respuesta abstracta o definitiva".

Pero lo que hace más siniestro nuestro caso, si cabe, es que ese estrecho nosotros, en cuyo nombre se aniquila, está formado por una abrumadora mayoría que no sólo aborrece la muerte violenta, sino que ni siquiera quiere ser de los suyos. Se trata de esa gente que hace tiempo les ha relevado del pacto de sangre que algún día creyeron contraer con ellos, de toda esa gente que ya ha desafiado la ley oscura en otros tiempos vigente. Así que aquél es un nosotros ficticio, un fantasma fruto de su tremenda alucinación. Matan, pues, por y para sí mismos y pocos más. En realidad matan contra ese mismo pueblo que les abandona. Y luego, incapaces de mirar solos el sinsentido horroroso de su carnicería, han de invocar a un espectro ante el que descargar sus sangrantes ofrendas.

Pero ese pueblo sólo espera de ellos el único gesto de altruismo que estaría dispuesto a aceptar: que desaparezcan.

Aurelio Arteta es profesor de Ética y Filosofía Política en la Universidad del País Vasco.

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