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El juego de las coaliciones

La campaña electoral, después del desmoronamiento de tantas falsas ilusiones como habíamos construido, comenzó en un ambiente mortecino de frustración, pero poco a poco consiguió interesar, y aun atraer al ciudadano, dando prueba en la última semana de una asombrosa capacidad de movilización. La campaña ha cumplido con sus metas principales -galvanizar la opinión, abrir perspectivas de cambio y fijar el voto, con un crecimiento inusitado de los dos grandes partidos en liza-, objetivos que, sin embargo, se han logrado a un precio considerable, que no sé cómo podrá ser asumido o endosado, sin provocar aún mayores costes.En efecto, el partido en el poder no ha tenido el menor reparo en levantar un dique artificial entre sedicentes izquierda y derecha, aceptando incluso el riesgo -ya sé que bastante lejano- de escindir al país en dos mitades irreconciliables; actitud beligerante que no ha sido incompatible con que los dos partidos mayoritarios hayan presentado programas perfectamente intercambiables, insistiendo al unísono en la necesidad del "cambio", sin concretar lo más mínimo en qué pudiera consistir. Tan nebulosos han quedado los contenidos del cambio del cambio" como las opciones que proponían los populares para llevarlo a cabo.

Pero antes de entrar en el laberinto de las posibles coaliciones conviene insistir en la contradicción principal que la campaña ha puesto de manifiesto: por un lado, enfrentamiento abierto y descarnado de la izquierda con la derecha. El instrumento más eficaz del que han dispuesto los socialistas ha sido el grito emocional: "¡Que viene la derecha!", que en boca de los más desvergonzados llegó incluso a denunciar un fascismo subliminal, con sus azules de fondo y brazos en alto. No se ha dudado un momento en poner punto final a una política de once años, enderezada a evitar cualquier tipo de enfrentamiento, como los que en el pasado tantas veces habían conducido al "aquí yace media España: murió de la otra media".

Por otro lado, pese al renacer ficticio del viejo enfrentamiento derecha e izquierda, de tan malos augurios, los dos grandes partidos destacaron por una muy llamativa similitud, tanto en los programas propuestos como en su estructura interna, empeñados ambos en parecerse más allá de lo que aconsejaría el buen sentido. La contradicción, o, si se quiere, la paradoja, de la campaña pasada es que se haya levantado sobre el enfrentamiento de la izquierda con la derecha, cuando estos dos conceptos, en virtud de la política realizada en el último decenio, habían quedado vacíos de contenido y hasta cabe cuestionar su sentido después del derrumbe del socialismo real, aunque, por mi parte, crea que continúa teniéndolo.

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Lo más triste ha sido observar cómo se lograba movilizar ante la mirada alegre y confiada de los poderes económicos a amplios sectores sociales, precisamente arrastrados por el temor de que pudiera desembarcar la derecha. El resultado ha sobrepasado los pronósticos más optimistas, pero al precio de haber manipulado el sentimiento de izquierda de amplias capas del electorado, y un día pagaremos la factura. Esta vez el truco ha funcionado, pero probablemente no vuelva a hacerlo, incluso el día, si llega, de que la alternativa propuesta sea de verdad de izquierda.

Junto a la ficción de un enfrentamiento de la izquierda con la derecha, se ha recurrido a sentimientos, también ampliamente compartidos, pero ya claramente de derecha, como, por ejemplo, el culto del líder, ligado esta vez a la animadversión contra los partidos. Cierto que la clase política ha hecho todo lo necesario, y aun lo superfluo, para ganarse el repudio de la ciudadanía, pero no lo es menos que, en el plazo a la vista, no tenemos otra opción viable que la democracia de partidos que establece la Constitución, y, por consiguiente, en vez de distanciarse de ellos, habría que tratar de adecentarlos.

Ahora bien, como el secretario general del PSOE no estaba en condiciones de pedir cuentas por la corrupción interna, ni de asumir las responsabilidades que había prometido en un momento de debilidad, no tuvo más remedio que adelantar las elecciones, dispuesto a recuperar la preeminencia perdida, al ganarlas él solito, y tratar así de deshacerse de la carga que representa buena parte de su partido.

En tan desagradable coyuntura, en la última, campaña hemos llegado a un punto extremo, tal vez ya irreversible, en la reconversión de los partidos en meros soportes del líder máximo. A la elección no se ha presentado el partido socialista -concepto este último que ha sido sustituido por el más vaporoso de proyecto de progreso, sino Felipe González, y ha sido él, personalmente, quien ha ganado. El electorado atribuye la corrupción, la prepotencia y la ineficacia al partido; se refugia, en cambio, en el líder para limpiar la casa y volver al camino adecuado. Obsérvese que, en este afán de distanciarse del propio partido, el signo de renovación más elocuente ha consistido en intercalar a algún independiente ilustre.

Pues bien, el primer partido de la oposición, tal vez mal aconsejado por los expertos -se considera ya inevitable la personalización de las elecciones-, ha caído en el mismo defecto de colocar al líder por encima del partido, cuando hubiera sido mucho más fructífero presentarlo, modestamente, como el coordinador de un equipo, lo que hubiera permitido criticar a fondo el caudillismo de la competencia. Los populares se han esforzado en vano en construir un líder prefabricado según el modelo felipista, que hasta hace los mismos guiños, remitiéndose a Azaña, o nos promete, en caso de ganar las elecciones, otros eximios independientes en su futuro Gobierno.

De tal forma están desacreditados los partidos que no hay líder que se atreva a proponer a la propia gente para un futuro Gobierno; la pertenencia a un partido político arrebata la más codiciada de las condiciones: la de independiente. En los dos grandes partidos se ha hecho explícito uno de los rasgos más característico de la derecha: confundir la política con la administración. El mensaje implícito que los líderes transmiten es que nos van a librar del yugo de los partidos, en los que únicamente se acumularía mediocridad y afán de medro, para sustituirlos por administradores eficaces y honrados, elegidos, como en tiempos de Franco, entre los que no se meten en política ni quieren saber nada de los partidos. Al fin y al cabo, no es tanta la coincidencia, ya que es el independiente, y no el político, el que mejor encaja con el líder carismático.

A partir de las anteriores reflexiones, tratemos de orientarnos en la etapa actual en la que se cocinan las coaliciones. Lo primero que hay que decir es que el líder carismático pide mayorías absolutas -necesita una confianza plena para hacer lo que le dicta la conciencia-, pero, dada la posición de salida, se puede dar con un canto en los dientes al haber conseguido una relativa.

Lo segundo es que, pese a que haya impulsado en la campaña el enfrentamiento con la derecha, ahora, con buen sentido, el primer valor en el que pone énfasis es en el ciertamente no revolucionario de la estabilidad. Porque no hayan saltado a la palestra durante la campaña los graves problemas que nos acucian, nadie piense que nos podemos permitir el lujo de gobiernos débiles o indecisos.

Lo tercero -y es el único punto que quiero considerar con algún detenimiento- es que, pese a que la campaña se haya basado en la incompatibilidad con la derecha, en reafi

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Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

El juego de las coaliciones

Viene de la página anteriordad, en las condiciones de la España de hoy, todos los partidos con representación parlamentaria, en principio, pueden coligar los unos con los otros.

Si alguno, que se ha tomado en serio lo repetido hasta la saciedad en las últimas semanas, piensa que la tarea principal consiste en parar a la derecha, no podrá explicarse que luego se aspire a una coalición con una parte de la derecha, la nacionalista de la periferia, por cierto, desde no pocos puntos de vista, la más problemática. Se comprende que más de la mitad de los que han votado a Felipe González se manifiesten a favor de un Gobierno de coalición con Izquierda Unida. Si nos quedamos en la superficie de las palabras, parecería que cae por su peso el que la izquierda (socialista) se coligue con el resto de la izquierda (Izquierda Unida). Y, sin embargo, a nadie se le oculta que ésta no es la primera preferencia de Felipe González, aunque tampoco la excluya por completo.

De las dos aseveraciones, la primera resulta bastante plausible, aunque no todos tengan claro las razones de una predilección que parece contradecir el mensaje de la campaña; en cambio, que no se excluya una coalición con Izquierda Unida podría sorprender a más de uno y necesita de alguna explicación.

Una coalición con Izquierda Unida no es, desde luego, la preferencia prioritaria de Felipe González, por la sencilla razón de que esta posición la ocupa ya la que sería la salida ideal en las actuales circunstancias, una amplia coalición en la que estuviera representado todo el espectro parlamentario, con la sola excepción de los populares. Un Gobierno socialista que contase con el apoyo de los nacionalistas y de Izquierda Unida indudablemente sería la solución óptima, al menos desde la perspectiva de la mayoría, y puede que también desde el interés general, pero probablemente hay que descartarla porque los costes recaerían casi en exclusividad tanto sobre Izquierda Unida como sobre los partidos nacionalistas, y resulta impensable que ambos, con una generosidad ejemplar, renuncien a sus propios intereses partidarios.

Como la bigamia, por muchas ventajas que ofrezca al marido, resulta intolerable para las esposas, Felipe González sólo podrá contraer matrimonio con una de las dos opciones, si es que no se le ponen las cosas tan complicadas que se vea obligado a aceptar formas esporádicas de concubinato, es decir, un Gobierno en minoría, con apoyos puntuales según los casos. Dada la fragilidad de esta forma de gobierno, no cabe la menor duda de que habría que colocarla en el último lugar de la escala de preferencias. Quedan, pues, de hecho dos coaliciones posibles -la gran coalición no se plantea todavía en esta etapa-: la primera, la coalición con los nacionalistas; la segunda, con Izquierda Unida.

Ambas plantean problemas graves, cada una con ventajas e inconvenientes de peso, de modo que desde la perspectiva del partido ganador no resulta fácil decidirse por una. En todo caso, como en determinados ámbitos de poder la coalición con Izquierda Unida únicamente podría plantearse después de haber demostrado que la coalición con los nacionalistas resulta inviable, o demasiado cara, es natural que el presidente intente primero esta coalición.

Pujol ha repetido reiteradamente que son dos los puntales de la negociación: la política económica y la autonómica. En lo que se refiere a la política económica, el acuerdo no sería tan dificil, pero sí alto el coste para los socialistas, al implicar un enfrentamiento con los sectores sociales que los han votado. En una relación de fuerzas tan inestable como la que existe en el interior del PSOE, este enfrentamiento podría traer consigo un rápido deterioro del poder que González ha refrendado con su triunfo electoral. Para hacer las cosas todavía más difíciles, al no pasar el 11 cambio del cambio" por la política económica, habría que centrarlo en la democratización interna, lo que significaría un nuevo enfrentamiento con el aparato. Si a todo ello se añaden los costes, no pequeños, que supondría la realización de la política autonómica que propician los catalanes, la coalición con los nacionalistas, de resultar -todo parece indicar que los catalanes no la quieren-, produciría no pocas tensiones, tanto en el interior del PSOE como en la sociedad española.

En cambio, una coalición con Izquierda Unida, si se lograse que esta organización abandone el utopismo apolítico sobre el que hizo girar la campaña, que a nada conduce, ni siquiera a atraer votos, y fuese capaz de diseñar una política económica realista, es decir, adecuada a la crisis -lo que es poco probable, lo confieso, aunque no lo descarto por completo-, comportaría ventajas considerables en la consolidación de Felipe González: su presencia a la cabeza del Gobierno garantiza una política económica realista, que no levante demasiadas ampollas en los poderes económicos, españoles y extranjeros; se mantendría la política europea de integración, a la vez que con el apoyo de la opinión de izquierdas y de los sindicatos se comprobarían los efectos beneficiosos de un pacto social. El electorado tendría la sensación de que de verdad se habría conseguido "el cambio del cambio"; perdería relevancia la lucha contra la corrupción y desaparecería del primer plano el empeño de restablecer la democratización interna; en fin, el aparato se convertiría el "felipismo de izquierda" en el que se había soñado, mientras los renovadores, siempre que se mantuviese cierta racionalidad económica, no cesarían de apoyar el proyecto.

Una observación final, quizá no por completo ociosa. El análisis realizado ha tomado como parámetros los que imagino definen las actuales conversaciones, y no mis criterios ni valoraciones personales, que en este momento poco importan. Ya tendré ocasión de juzgar cada una de estas coaliciones desde una perspectiva de izquierda, tal como hoy la entiendo, operación arriesgada que exige desbrozar no poco camino, eliminando una buena cantidad de prejuicios ideológicos acumulados.

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