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FUTBOL FINAL DE LA COPA DEL REY

El Madrid se quita el estigma de perdedor

El equipo de Floro logró ante el Zaragoza su primer título después de tres años de sequía

Santiago Segurola

Cerca de las 11 de la noche, Sanchis subió los peldaños del triunfo. El Madrid acababa de cerrar la larga noche de frustraciones, un viaje constante y estéril a las puertas del cielo. Sanchis tomó la Copa y la exhibió orgulloso a su hinchada., Era el símbolo que desacreditaba la condición de eternos perdedores, una etiqueta reciente y casi inexplicable para un equipo que ha vivido casi siempre instalado en la victoria. La Copa era. suya. La había ganado en un partido bravo, frente a un equipo bien armado y generoso. El Zaragoza puso lo mismo que el Madrid para conquistar el partido, pero le faltó entereza en el área. Frente a Buyo, el Zaragoza fue un equipo indulgente. Ante Cedrún, el Madrid no perdonó.La final salió movida desde el principio, con la indefinición de los partidos sin dueño. Así hasta la media hora. La sociedad Michel-Butragueño acabó con las especulaciones. Estaba el partido dividido y bastante viajado." El Zaragoza había explotado el pobre manejo de la pelota de los defensas madridistas y se había sacado algunas llegadas meritorías. El Madrid funcionaba con corriente alterna.

Cuando Milla tomaba mando en plazo, el balón salía limpio, con esa pulcritud que invita al buen juego. Pero el ataque madridista tenía problemas. Butragueño recibía. de espaldas y se iba al suelo: no tenía un metro de libertad. Y Michel esperaba en vano en su calle. El Madrid viraba a la izquierda, donde Villarroya tocaba el bombo y el violín. Su glotonería, esa especie de condición imantada que tiene con la pelota, procuraba los mayores sustos al Zaragoza. Villarroya llegaba, unas, veces para nada y muchas otras veces para provocar una extraordinaria tensión en el área de Cedrún. Así es este hombre, que ayer vivió una noche memorable con la casaca blanca.

El Zaragoza se ganó el derecho a la primera oportunidad tras una defectuosa maniobra defensiva del Madrid. La pelota entró entre dos defensas para Belsué, que recogió en el pico del área y vio a todos los madridistas fuera de sitio. Tiró el centro y allí estaban solos Poyet y Moises. El cabezazo de Poyet tuvo estilo, con las suertes marcadas y todo eso. Pero la pelota se fue junto al palo izquierdo de Buyo, sacando punta a la madera. El Zaragoza dejó medio partido en ese remate, porque lo siguiente fue la pequeña joya que fabricaron Michel y Butragueño.

Apareció Villarroya con ese aire urgente que pone en todas sus carreras, con media cancha para galopar. Allá fue. Desde la raya izquierda del área, levantó la pelota al segundo palo, donde vino Michel con un toque lleno de sutileza y precisión. Al primer toque, por supuesto. El leve giro del pie sirvió para cambiar completamente la dirección del balón, al corazón del área, donde el buitre voló de verdad. De cabeza y en plancha, Butragueño marcó el gol ganador.

El Zaragoza, con vida

El Madrid contrató el partido en exclusiva durante los diez minutos siguientes. Butragueño entró en trance y Michel se agenció la pelota en aquellos momentos. Pero dejó la faena sin terminar y estuvo muy cerca de complicarse la vida. Alfonso midió mal un mano a mano con Cedrún y tiró el balón al travesaño. El partido no terminaba de virar a blanco. El Zaragoza todavía tenía vida en Mestalla.

La respuesta del Zaragoza tuvo una gran altura en el comienzo de la segunda parte. Dominó el juego y buscó las cosquillas al Madrid por la banda derecha, donde Belsué entraba con la piqueta. En el medio campo, García Sanjuán desmentía su fama de futbolista irrelevante y tiraba de su equipo con un coraje enorme.

El Zaragoza había puesto todos los medios para levantar el resultado. Recuperaba pro7nto la pelota, la manejaba con soltura y llegaba al área. Pero fue un equipo sin instinto matador. Tuvo la ingenuidad de los primerizos, de los equipos que llevan la derrota escrita por encima de todos los méritos. Es un estigma que a veces se advierte en las primeras jugadas. Aquel remate de Poyet, el balonazo al cuerpo de Buyo en la irrupción de Belsúe, y el tímido cabezazo de Moisés. Todo ese trajín infructuoso sólo podía significar que el Zaragoza nunca podría ganar el partido.Vías de agua

Los jugadores acabaron por aceptarlo. La contundencia de su presión se perdió poco a poco. El Madrid había aguantado el chaparrón en su área, entre dificultades, pero cada vez más convencido de su victoria. El equipo no había funcionado en el primer trecho de la segunda parte. La pelota no era suya y la mayor parte del trabajo consistía en cerrar las vías de agua.

Pero el gol de Butragueño era un tesoro. Traspasado el meridiano de la segunda parte, el partido tomó otro aire. El Zaragoza tenía el deseo, pero comenzaban a faltarle los recursos. Y el Madrid tenía el contragolpe y los espacios. El gol era más posible en la- portería de Cedrún que en la Buyo. Lo certificó el tanto de Lasa.

Con la defensa un poco desgastada, el Zaragoza permitió que Butragueño tomara la pelota donde más duele, entre las líneas defensivas. Desde allí, intuyó la progresión de Lasa. El pase midió por igual la distancia, la velocidad del defensa y la reacción de la defensa para tirar el fuera de juego. Corrió la pelota entre dos defensores y llegó libre para Lasa, que salvó la salida de Cedrún con mucha propiedad: el amago, el recorte hacia dentro y el pase a la red con la pierna de madera, la derecha. Un gol espléndido que puso el selló a la final.

La Copa era del Madrid. La felicidad, también. Tres años hacía que el equipo no disfrutaba de un momento semejante. Después de tantos viajes a ninguna parte, después de tantas alegrías frustradas, el Madrid se quitó en Mestalla su estigma de hermoso perdedor.

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