En Guatemala
Estuve en Guatemala poco antes del frustrado autogolpe del presidente Jorge Serrano Elías y me llevé algunas sorpresas. En el extranjero, se sabe de este país, apenas, que su historia está llena de golpes militares y salvajes carnicerías y que, no hace mucho, una de sus nativas, Rigoberta Menchú, ganó el Premio Nobel de la Paz. Me alegra añadir a estos datos que Guatemala tiene una universidad extraordinaria -la Francisco Marroquin- y, acaso, el cronista periodístico más elegante y de mejor prosa en todo el ámbito de nuestra lengua: Francisco Pérez de Antón.Un día venturoso de 1958, la casualidad puso en las manos de un joven ingeniero guatemalteco llamado Manuel F. Ayau un folleto de Ludwig von Mises sobre el mercado que cambió la vida de aquél, y, en cierta forma, la de su país. Fascinado con la doctrina liberal clásica que la escuela austriaca de Von Mises y Hayek habían actualizado, Ayau fundó, con siete amigos profesionales y empresarios, un centro de estudios para investigar esta corriente de pensamiento convencida de que la economía de mercado es el sustento del progreso y lo único que da estabilidad y fortaleza a largo plazo a la democracia política, esa flor exótica de la historia guatemalteca que, vez que aparecía, no tardaba en perecer aplastada por un tanque.
Trece años después, en 1971, en una modesta vivienda del centro de la capital nacía la Universidad Francisco Marroquín, así llamada por el primer obispo centroamericano, que fue también un gran educador. Lo extraordinario en esta institución no es sólo su alto nivel académico. También, el que, Probablemente, sea la única universidad en el mundo que, a la vez que forma arquitectos, abogados, maestros, ingenieros, economistas, médicos, etcétera, se preocupa por dar a todos sus alumnos, no importa cuál sea su especialidad, una sólida formación sobre los principios filosóficos, económicos, históricos y jurídicos de una sociedad libre. Se trata de una verdadera ciudadela del pensamiento liberal, cuyos programas se diseñaron con la asesoría directa de Hayek, Friedman, Israel M. Kirzner y otros como ellos, y cuyos cinco mil alumnos, con los que tuve ocasión de dialogar varias veces, me impresionaron por su falta de complejos frente al populismo, el estatismo y el colectivismo -rampantes todavía en buena parte de las universidades de América Latina- y la fuerza y solvencia de sus argumentos en favor de una libertad, sin recortes amparados en la coartada de la "justicia social".
Desde el principio, la Universiad Francisco Marroquín se dedicó a atraer a sus aulas a comerciantes e industriales, sabedora de que es precisamente entre los propios empresarios que la economía de mercado suele tener sus peores enemigos. Ya Adam Smith señaló que el empresario, a condición de estar encarrilado en los raíles del mercado libre, es el más eficiente creador de riqueza y de progreso en una sociedad; pero que, descarrilado, es decir, fuera del sistema de libre competencia, inmerso en un sistema intervencionista, se torna el más inescrupuloso buscador de privilegios, prebendas y sinecuras, y, por lo mismo, en un peligrosísimo agente de corrupción política.
Algún éxito debe de haber tenido la Universidad Marroquín en sus esfuerzos para educar al empresario guatemalteco en la cultura de la libertad, cuando tantos dueños y directores de medios de comunicación, asociaciones de comerciantes e industriales y colegios profesionales se movilizaron de manera tan resuelta, hombro a hombro con los sindicatos obreros, los estudiantes y los partidos políticos, para impedir que Serrano Elías, el presidente felón, se saliera con la suya y, al igual que el peruano Fujimori, destruyera desde adentro y desde arriba el sistema democrático que le permitió llegar al poder.
No se ha destacado bastante que la conducta de los medios de comunicación fue decisiva para que el golpe triunfara en Perú y fracasara en Guatemala. En tanto que allá, con excepciones para las que sobran los dedos de una mano, diarios, radios y canales, acobardados o prostituidos por una larga costumbre de servilismo ante el poder, vacilaban, imitaban a Pilatos o pasaban de inmediato a acomodarse con la flamante dictadura, en Guatemala todos los órganos de expresión rechazaron la censura, sacaron ediciones clandestinas condenando el putch y exhortando al pueblo a resistirlo, y las radios enmudecían y las televisoras se apagaban para hacer saber a todos, dentro y fuera del país, su rechazo del liberticidio.
Esta reacción de los medios coaligó y alentó la movilización popular en defensa de la democracia y paralizó a las Fuerzas Armadas, en las que se produjo una clara fractura, entre la cúpula de militares traidores a la Constitución y el resto de la oficialidad, al principio indecisa, desconcertada, que, finalmente, sintiendo la presión, daría marcha atrás, privando a la conspiración de aquella fuerza bruta sin la cual Serrano Elías -y todo golpista- estaba condenado a fracasar y hundirse en el ridículo.
La OEA (Organización de Estados Americanos) no tuvo tiempo de echarle una mano, como a Fujimori. Ésta no es una exageración. Después de su desempeño en el caso del autogolpe peruano no cabe duda de que la OEA, de inservible que era, ha pasado a ser un organismo peligroso para la causa de la democracia en el hemisferio. Es verdad que su secretario general, Baena Soares, hizo una declaración condenando la acción de Serrano Elías, pero ¿acaso no condenó también, en un primer momento, la de Fujimori? Ello no obstante, poco después, la Asamblea General, por intermedio de una comisión presidida por ese canciller uruguayo de infausta memoria -Gros Spiel-, diseñaría el procedimiento adecuado para legitimar a la dictadura peruana -la elección de una Asamblea Constituyente-, que el presidente Serrano Elías trató de repetir, algo que, sin duda, hubiera conseguido, y con el beneplácito de la Organización de Estados Americanos, de no ser por la rapidez y la energía de la respuesta democrática del pueblo de Guatemala.
Que, a diferencia de los empresarios peruanos, quienes -con algunas excepciones admirables, es verdad- apoyaron la destrucción de la democracia y fueron desde el principio los cómplices más diligentes del Gobierno de facto, los empresarios guatemaltecos se opusieran al golpe y lucharan por preservar el Estado de derecho, haciendo causa común con obreros, campesinos y estudiantes, muestra, que, pese a su sangrienta tradición, en ese pequeño y violento -y también antiguo y muy hermoso- país de la América Central la cultura de la -libertad -la de la civilización- está más arraigada que en el Perú, país que fue, en algún momento de su historia, una suerte de ejemplo para el mundo, y es, ahora, más bien, el mal ejemplo para el resto de un continente que hace el difícil aprendizaje de la legalidad. Inspirado por él y copiándolo aun en sus detalles, quiso hacerse con el poder absoluto Jorge Serrano Elías. Su derrota y defenestración honra al pueblo de Guatemala y es un saludable antídoto contra el pesimismo que, a muchos, nos había ganado luego de lo ocurrido en el Perú respecto al futuro de la democracia en América.
Entre los primeros empresarios que se animaron a seguir los cursos para adultos sobre economía de mercado que organizaba la Universidad Francisco Marroquín, cuando era apenas algo más que un puñadito de idealistas refugiado en una casa alquilada, figuraba un
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español trashumante, flaco y de bigotes, avecindado en Guatemala por el amor de una mujer. En España había estudiado agronomía, o alguna extravagancia parecida, pero era, en realidad, un genio de los negocios. Me aseguran que, empezando literalmente de nada, llegó en pocos años a hacerse de una muy próspera situación con El Pollo Campero, que comenzó siendo un pequeño cuchitril donde don Paco y su mujer atendían ellos mismos a los clientes y fue poco después una cadena de restaurantes tan exitosa que, cuando vino a Guatemala a competir con ella, la multinacional Kentucky Fried Chicken fue desbaratada en toda la línea y acabó por marcharse cacareando.
Entonces, un buen día, tranquilamente, Francisco Pérez Antón confesó a un grupo de amigos íntimos que los negocios le cargaban casi tanto como la agricultura y que había llegado para él la hora de dedicarse a cosas más importantes. ¿Cuáles? La literatura, tal vez. Dicho y hecho. En un dos por tres se deshizo de su empresa. Durante dos años despareció de Guatemala y anduvo leyendo y meditando, refugiado en algún lugar misterioso del mundo, que, según las mitologías que escuché, pudo ser un pueblo asturiano o un templo budista del Nepal. Regresó a su tierra de adopción y sacó un semanario que -sé muy bien lo que escribo y los adjetivos que empleo- es uno de los mejor armados y pensados de todo el mundo hispánico: Crónica.
Lo más notable en esa revista es la página que semanalmente escribe en ella su director. Comentario de actualidad o reseña de lecturas, recuerdo de un viaje o perfil de alguien famoso, relato de un hecho importante, evocación o fantasía o crítica, la columna de Francisco Pérez de Antón es siempre una pequeña obra maestra en la que resulta difícil discernir qué vale más: si la originalidad de los temas, la sutileza de las observaciones, la desenvoltura y seguridad de las palabras o la transparencia y solidez del pensamiento. Construidas con la autosuficiencia de esfera que de ben tener los poemas o los cuentos, con el rigor y la exigencia formales de los textos literarios logrados, hirviendo de ideas y re ferencias intelectuales de primera mano, las crónicas semanales de Pérez de Antón son una especie de milagro. en esta época en la que el periodismo se ha apartado tanto de la literatura -para no decir de la cultura- y hacen re cordar a aquellos maestros del pasado -un Azorín, un Ortega y Gasset, un Alfonso Reyes-, capaces de conciliar, en el artículo de diario, las servidumbres de la actualidad y de la información con la mejor riqueza estilística y las mayores audacias de la fantasía.
Apenas lo conocí, en el vestíbulo de un hotel, y luego en un almuerzo de esos donde todos hablan y nadie escucha. Me regaló el libro que recopila sus crónicas de Crónica y, desde aquí, quiero decirle que me pasé una noche entera leyéndolas, encantado, y, por momentos, deslumbrado, mientras afuera caía la lluvia y un vaho espeso, de selvas' cálidas y volcanes crepitantes, colmaba la noche guatemalteca.
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