¿Final o principio?
ESTAMOS AL FINAL de la campaña. Una campaña larga y tediosa que, frente a la opinión tópica, no ha interesado a los electores, sino algo bien distinto, los ha crispado. No los ha hecho mejores conocedores ni de las necesidades de la nación -que todos han ocultado- ni de las propuestas para encararlas -que pocos han explicitado-; simplemente, los ha hecho más iracundos.Estamos al final de un periodo en el que la hegemonía ha sido el costoso precio de la estabilidad, y todo parece señalar que el deseable fin de la hegemonía, y lo que ello acarrea de prepotencia y abuso político, puede ser sustituido por la inestabilidad provocada por la concurrencia de arrogancias.
Estamos al final de un tiempo en el que las fuerzas políticas, en lugar de decir a los ciudadanos la verdad, de recordar el principio de escasez, versión económica de la realidad, han abundado en promesas y han satisfecho el capricho. No de los- más numerosos, locual ya sería discutible -porque la democracia es la "voluntad general" y no la "voluntad de todos", acumulación de apetencias-, sino de los más vocingleros.
Estamos al final de una fase de nuestra vida política en la que los partidos, órganos indispensables de la democracia moderna, han confundido su naturaleza instrumental con el fin en sí, han sustituido a la sociedad que debieran servir y representar, y se han cerrado, como es propio de. los estamentos privilegiados, a esa misma sociedad. Han confundido la cohesión interna con la disciplina regimental e interpretado la coincidencia en unas comunes ideas y programas con la sumisión al jefe. Y, a la vez, contempla cómo la sociedad civil, lo que elogia de los mismos partidos es, precisamente, esa configuración jerárquica hacia dentro. y hermética hacia fuera, con el consiguiente cultivo de los liderazgos carismáticos, la exclusión de cualquier veleidad de independencia y no digamos de independientes.
Estamos al final de una época iniciada en 1977 mediante el consenso, un consenso en pro de metas comunes que permitió la transición y la Constitución y en favor, al menos, de la tolerancia y de la legitimidad democrática que presidió las contiendas electorales sucesivas el 79, el 82, el 86 y el 89. Y ahora, cuando el esfuerzo común es más indispensable para permitir el recambio del cambio, para hacer frente a la crisis interna y externa, es cuando la época esperanzadoramente iniciada bajo el signo del consenso amenaza terminar en pleno disenso.
Pero seamos optimistas. Sí cualquier situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar, también la gravedad de los problemas puede inducir a la sensatez. Al común redescubrImiento de la razón de Estado, que no es la de la mayoría o las minorías, la de uno u otro partido, sino la capaz de comprenderlos a todos. De inducirles a la necesaria reforma de los sistemas de representación. De sustituir las promesas demagógicas, ya por lo vacías, ya por lo halagüeñas, por el compromiso sincero con la dura yerdad. A trocar la ira recíproca por la tolerancia. En ese caso, no estaríamos al final, sino al principio.
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