Sentimientos
El círculo se va cerrando y Felipe vuelve por donde solía al principio de la campaña. El antifranquista sentimental, conmovido por el espectáculo enorme del olímpico Palau Sant Jordi abarrotado -cuarenta mil personas se habían congregado adentro y afuera, en la plaza de Europa-; por el cruce de los canúnos de la memoria que recorrieron Gila y los padres -evocados, resistentes- de Loquillo y Serrat; por el maremoto de banderas rojas y ese abrazo colectivo que le dio la bienvenida; por el uso eminente y solemnizado del vocativo con que Serra se refirió a él -"tú Felipe, que nos has traído la época de prosperidad y libertad más intensa que ha vi vido España en muchos siglos"; por todo eso y por su carácter, el antifranquista sentimental apenas hablé ayer de política en Barcelona. No quiso, o no pudo.Así, como fue al principio de esta campaña que va cerrándose en una incertidumbre elástica, angustiosa, el recuerdo de la guerra civil, el orgullo de una generación que se resiste a dar por acabada su tarea y que sabe que la derecha siempre llega al poder de España para instalarse en él con dilatada comodidad, y la apología y petición de un tolerancia ética y política que Felipe ve amenazada levantaron la arquitectura de un mitin poderoso y largo, el más espectacular y carnal de toda su campaña.
Sin embargo, ese magnífico sustrato retórico, que se le ha pegado a Felipe como una segunda piel y que repite sin variación sustancial en todas las ciudades, no se entreveró con algo que sus compañeros catalanes hubieran deseado. Con algo que le pusieron claramente en bandeja en sus discursos: la apelación al catalanismo político para que en esta hora crucial de España -así lo dijeron- reaccione, de acuerdo a su sentido histórico, en favor de la izquierda. La campaña de los socialistas en Cataluña se ha alimentado de ese ánimo: Cataluña no puede esperar nada de la derecha y Convergéncia está a punto de concretar una traición a la historia y al propio espíritu del catalanismo entregando sus votos a un proyecto del que sólo cabe esperar desconfianza autonomista.
Felipe González, en Barcelona, ignoré completamente esa cruzada de sus compañeros catalanes. Adornó algunos de los párrafos de su discurso con pincel bienintencionado, así Espriu al lado de Cervantes, así el mar abierto a la ciudad que Maragall y la nueva Barcelona ofrecen al viajero, así la la pluralidad de España. Pero eso fue todo. En 1982, en la plaza de toros, el candidato socialista había pronunciado un discurso muy distinto. Un discurso que casi suena hoy estridente, donde fustigó la presunta apropiación de Cataluña y los sentimientos nacionales por "esos que tienen acciones en la banca". Sin embargo, de aquel discurso quedó -y se reflejó luego en los votos- una evidencia: el catalanismo de izquierdas había encontrado un interlocutor en España.
El porqué el candidato socialista, el antifranquista sentimental al que ayer se le quebró la voz y el semblante ante tanto cariño desatado, eludió echar un capote de solidaridad y de razón a la causa dura y disputada de sus compañeros del PSC, esa gente que está a punto de experimentar cómo la derecha nacionalista les supera por vez primera en unas elecciones generales -así lo dicen todas las encuestas-, el porqué de todo eso, parece hoy por hoy inexplicable.
Y lo inquietante es que no parece correcto encontrar en esa ausencia razones políticas. Ya lo dice: él habla con el alma y con las tripas. Exactamente: de lo que siente. Eso nutre, hasta lo último, la seducción y el vacío de una campaña.
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