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Vivir en un zaguán

Una mujer se cobija desde hace meses en el pórtico de un comercio de Quevedo

Canta y baila sobre la acera. También vive sobre ella. Nombre: Manuela Castro. Edad: 48 años. Domicilio: un zaguán de la glorieta de Quevedo. Esta mujer afable y con raptos de demencia sueña con tener un piso para "lavar, planchar y ver la televisión". Se palpa el vientre, segura de su embarazo. Atusa la cama y cuida los tiestos instalados en la entrada de un local comercial cerrado: es su casa y tiene la radio puesta. A su alrededor, reparten folletos electorales sin reparar en ella.

Las chicas que entregan promesas en papel no advierten su presencia. "¿Ah, que esa mujer vive ahí? ¿Que si el programa dice algo para ella? Bueno, algo habría que hacer, ¿no?".A Manoli no le han dado folletos ni caramelos. Pero no le importa. "Lo mismo me da uno que otro", dice mirando los bigotes de la caravana electoral. Lo que de verdad le preocupa es su embarazo. Pero también con eso se hace un lío. No sabe bien para cuándo es el parto, pero sí que serán mellizas. Las aguarda con ilusión, ignorando que sólo son eso. "Una se llamará María José y otra Carmen, como la florista".

Ésa es Carmen Silveira, "toda la vida" vendiendo claveles en Quevedo. Manoli es su vecina desde hace "casi dos años". "Ella no se mete con nadie y nadie se mete con ella. A mí me ayuda a barrer y lo que pilla se lo lleva". Carmen, enfundada en un delantal azul, mira con ternura hacia los tiestos y las flores instalados en la casa-zaguán de Manuela Castro. "Hay veces que le dan paquetes de galletas y se empeña en regalármelos a mí, para mi nieto. Es una mujer muy buena".

Robar para comprar anís

"En el barrio la queremos", añade el portero de una finca cercana. "Sólo algún borrachuzo a deshora se mete con ella. Tiene que haber pasado muchos contratiempos para estar así", añade.Manoli no lo desmiente. Se le borra la alegría cuando habla de un pasado amargo. Su conversación se deshilvana aún más con una retahíla de palizas y malos tratos, ya desde su Salamanca natal. Toda la vida "pidiendo para comer". Penurias, muchas, y a veces con nombre masculino. Como Amador Sánchez Oliva, aquel que le hizo "mucho daño"."Me robó todo para gastárselo en anís".

Sale de los recuerdos acariciando la radio, música sintonizada a gran volumen. "Me gusta mucho cantar y bailar". Prefiere los pasodobles "y también lo de ahora". Manoli lleva el ritmo con gracia. Es una mujer de ojos verdes, menuda y en bata. Se atilda todo lo que puede. Sujeta con una diadema el cabello que fue rubio y luce una pulsera de plástico dorado.

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Sorpresa, indiferencia, curiosidad. Los peatones miran o ignoran la casa-zaguán y a su moradora de la glorieta de Quevedo. Amén de los tiestos, mesa, sillas y cama, Manoli ha instalado un cartel decorativo de una asociación antiabortista. Lleva la foto de un niño. "Es mi sobrino", fantasea con orgullo.

Pasa el día en la calle, pero no se aburre. "Estoy acostumbrada", dice. Además, ahora no hace frío. A mediodía va al comedor de caridad de la calle de Martínez Campos. Manoli prefiere vivir en la glorieta antes que volver al albergue de San Isidro: no guarda buen recuerdo.

Pero lo que de verdad le gustaría es tener un piso. "Vería la tele y fregaría los platos, que aquí no puedo". "En la calle no se puede tirar a nadie", sentencia Manoli. Desde el pedestal, Quevedo asiente: "¿Quién con la humildad levanta a los cielos la cabeza? La pobreza", dejó escrito.

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