Sacando pecho
Llevaban ayer los socialistas por España una cara de felicidad restablecida e inequívoca. Llegabas hasta ellos, fuera en la explanada del Palacio Real o en el antiguo cuartel del Conde Duque de Madrid, o en el polideportivo de Bilbao, que en todos estos lugares anduvieron los socialistas ayer en torno de Felipe, y primero te miraban con una cara alta y orgullosa, levemente recriminatoria, pero a la hora de hablar bajaban los ojos con pudor casi tierno para subrayar que el día de júbilo había llegado no sin graves trances de pena y que el Día estaba aún por llegar: "Esto sigue difícil", mascullaban.Seguirá difícil, pero el socialismo español celebró el reencuentro de Felipe González con la política sacando pecho, después de un vía crucis que ya no se sabe bien dónde comienza y del que también se ignora su final. Nada casualmente, Ramón Jáuregui, el secretario general de los socialistas vascos, enhebraba unos versos urgentes de Celaya -creo que eran de Celaya: "Paseando por las calles, sacando pecho y diciendo que soy socialista"-, para saludar a la multitud reunida por disposición de la lluvia en el polideportivo municipal. Una multitud apiñada y sudorosa que convirtió el mitin vasco de Felipe en el más emocionante y apasionado de la campaña.
Un Felipe, ciertamente, apenas contenido ante el flamear de todas las banderas de España y el presagio rimado de la victoria -"se siente, se siente, Felipe presidente"-, ante la oledada de cariño con que lo recibieron y la contundente pancarta de la UGT bilbaína, que pedía, ya sin reservas, el voto para él. Venía de una victoria: de la victoria contra Aznar, probablemente, si es que así cabe hablar de la resolución de un diálogo, pero sobre todo de la victoria contra sí mismo. El hombre que creyó liquidadas todas las batallas cuando afrontó en Semana Santa la práctica escisión de su partido; que venció, asimismo, la tentación del abandono . y que decidió incorporarse a una campaña electoral en soledad -una soledad redonda: sin amigos ni enemigos- había tardado muchas, quizá demasiadas semanas, en asumir que quedaba una batalla pendiente. La que había de librar con un adversario al que despreciaba, pero que no por eso iba a desaparecer tan fácilmente de una realidad, infinitamente más tozuda -y ya es decir- que el propio Felipe. Había llegado el candidato a Bilbao con la lección aprendida: las elecciones del 93 no podían ser, como lo fue el abandono del marxismo o el referéndum de la OTAN, un nuevo plebiscito. Todavía se preguntan por qué Felipe eludió mirar a Aznar durante el primer debate televisivo: ¿Cómo iba a mirarle si creía con absoluta sinceridad que no existía, si el adversario de un plebiscito es siempre vago, indefinido, disperso; si la única opinión que cabe en ese tipo de consulta se ejerce siempre sobre un único rostro autorizado? Hasta este lunes, Felipe creía que las elecciones eran un solitario de naipes y que toda la incertidumbre acababa en sí mismo. Y que contra sí mismo, contra sus 51 años, contra esa necesidad de reinventarse la política después de una década en el poder -como cualquiera en edades precarias debe reinventar su vida-, había surgido como neto vencedor.
El pecho henchido de su gente, ayer, en, España, debió de confirmarle la magnitud de su error. Sacaban pecho no tanto por la victoria, sino por el reconocimiento de que su líder había abandonado por fin el oscuro vicio solitario y que ahí había estado pujante, en pleno cuerpo a cuerpo.
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