SOLEDAD PUÉRTOLAS Pobreza y cautiverio de la imagen
La mirada de los otros, el comentario sobre algo de lo que somos o hacemos, nos suele producir una más o menos intensa sensación de, extrañeza. En ocasiones, hasta sentimos una ligera perturbación que, en la persecución de la madurez, tratamos de mantener en sus estrictos límites, y nos decimos que la frase inquietante fue pronunciada sin intención alguna, sólo por hablar, que no tenía ni mucho menos por objeto el fastidiarnos o herirnos. El caso es que, a través de esos comentarios cuyos ecos llegan a nosotros, se traza la imagen de alguien que nos es por completo ajeno, una persona que no tiene nuestras preocupaciones, que no sabe nada de nuestras inquietudes o de nuestra intransferible manera de disfrutar de la vida. No podemos dejar de asombrarnos de la seguridad con que se expresan, como si nos conocieran perfectamente, como si se hubieran pasado años estudiándonos y vigilándonos de cerca y tuvieran sobre nosotros, preciosos datos ocultos.Siempre ha sido así. Haciendo un esfuerzo de memoria, remitiéndonos a los años escolares, cuando se nos dio por primera vez la oportunidad de compararnos masivamente con personas de nuestra edad, localizamos esas primeras extrañezas ante las diferencias del carácter. Como fui a un colegio sólo para chicas, la comparación se establecía a este lado de la división de los sexos, entre chicas, entre niñas. Era verdaderamente sorprendente cómo algunas de ellas hacían y decían siempre lo que querían, sin reparar en las ofensas y en los daños, como sabemos no precisamente pequeños, que podían causar a las demás, las que padecían inseguridades, vacilaciones, fastidiosos complejos de inferioridad. Ya se preveía entonces que la vida iba a tener momentos amargos y dificultades profundas, más allá de las desgracias que sucedían en el mundo de los adultos y de las que los menores éramos vagamente advertidos, amenazados, continuamente. Pero la infancia es demasiado compleja, y si empezamos a hablar de ella nos perderíamos en otros laberintos.
Lo impresionante todavía es la seguridad y rotundidad de ciertos juicios, y aunque estemos lo suficientemente acorazados como para evitar sus daños (¿y quién lo está del todo?), merece la pena que nos detengamos en ellas por ver si en la reflexión hallamos un poco de alivio y entendimiento. Esta mirada ajena, estos comentarios seguros, nos invitan a meditar: ¿qué parecemos? ¿Cómo somos por fuera? ¿Cómo será nuestra imagen?
Hay, desde luego, cierto número de personas que ignoran por completo la imagen que ofrecen y que se muestran siempre sorprendidas cuando se ven a sí mismas, a su reflejo, al otro lado del cristal de un escaparate o en la ilustración de una fotografía. Sorprendidas y un poco disgustadas, tal y como sorprende y disgusta escuchar la propia voz grabada en un magnetofón. Esa voz atiplada, forzada, siseante, esa persona pálica y desvaída, ¿soy yo? ¡Me debería de haber preocupado más por lo que parezco! Leyendo a Pessoa, encuentro las mismas impresiones negativas y decepcionantes al observarse en una fotografía. ¿Pero qué puede hacer uno ya? ¿Seguir cursos de oratoria? ¿Contratar a un asesor de imagen? ¿Instalar en casa, en el cuarto de al lado si el presupuesto familiar da para ello, que no da, al modista y al peluquero?
Volvamos fugazmente, en otro sondeo de la memoria, a la infancia, y recordemos que entonces sí se tenían modelos, se soñaba con llegar a parecerse a alguien, a una amiga de la familia, a una actriz de cine, si me remito a mi propio mundo femenino. En cuanto al mundo masculino, de sobra se sabe ya el peso que el modelo del padre tiene sobre los sueños de futuro del hijo, sea para proseguirlo o para combatirlo. Y, sin embargo, por mucho que esos modelos nos deslumbraran, se han ido evaporando, y en el umbral de la madurez debemos admitir que no, que fallaron nuestras aspiraciones: no nos parecemos a nadie, no nos reconocemos en nadie, no tenemos un estilo, nos vemos a lo lejos, reflejados, reproducidos, y nos extrañamos. Sólo somos una persona más, acaso más desvaída, más desdibujada, como observaba Pessoa de sí mismo al verse en la fotografía. Esta persona, valga la redundancia y la paradoja, tan impersonal, ¿es el recipiente de nuestros sueños y nuestras ambiciones?
Lo cierto es que esta despreocupación tiene su lógica, más aún si nuestra profesión, nuestro oficio o vocación no requieren de nosotros esa constante presencia pública que, por ejemplo, es inherente a los políticos, por poner un ejemplo del que la campaña electoral que vivimos nos da buena fe. Los debates televisivos, para seguir con el caso, han ido trazando una imagen más o menos precisa y, lo que es más llamativo, más o menos prefabricada de los contrincantes. Y la verdad es que causa cierta congoja ver medirse a los candidatos en un medio tan apisonador como es la televisión, más empeñada en cantar sus excelencias, al estar en todos los hogares, su increíble penetración y aceptación, que en calibrar la calidad del mensaje. Ha habido líderes que se han ajustado mejor al medio, como ha demostrado, sobre todo, el tan esperado debate del cara a cara entre el presidente y el dirigente de la oposición. Allí, el oponente dio perfecta muestra de estar rigurosamente preparado para el pequeño asunto que se dirimía. Pequeño, a pesar de la parafernalia que lo rodeaba y de la que se nos informó ampliamente con esforzado entusiasmo por la presentadora, en la línea de agitación y vehemencia que impera ahora entre las locutoras de televisión; tanto más pequeño el asunto, en realidad, cuanto más énfasis se estaba poniendo en la dichosa tramoya. Por el contrario, el presidente parecía haber decidido de antemano, tal vez intuitivamente a solas y no sin ingenuidad, lo que a mi parecer le honra, no entrar en el juego y dejarse llevar, creyendo, quizá, que 10 años de gobierno lo capacitaban para hablar del asunto del debate. Pero no se trataba de eso. Se trataba de estar entrenado para actuar en el ring en el que se había convertido la pantalla de televisión que iluminaba todos los hogares españoles e incluso algún extranjero, según entendí en Venezuela. La falta de adecuación del presidente les parecerá a algunos simpática y delatora de humanidad; habrá quienes encuentren estremecedora la perfecta integración del candidato de la oposición al horripilante juego establecido, tanto más cuanto que venía subrayada por un talante y una risa que a más de uno habrá recordado a la de algún o alguna compañera de colegio particularmente perturbadores. Pero, desde luego, no sé ni quiénes ni cuántas pueden ser las personas que abrigan sentimientos así.
La imagen, en todo caso, es perfectamente manipulable, y el juego se nos presenta bastante penoso. Hay razones para pensar que de ahora en adelante los viejos criterios políticos de derecha e izquierda serán desplazados por éstos de la eficacia de la imagen, tanto más eficaz cuanto más vacía y, por tanto, más moldeable.
Aunque creo que no debemos dejar pasar la ocasión de señalar estos peligros que nos acechan y de los que fácilmente nos convertimos en cómplices, resulta un alivio creer que algunos oficios o vocaciones nos dejan al margen del juego imperante, o al menos nos dan la suficiente libertad como para no entrar en él como marcan las normas. Desde estos oficios o aficiones, entre los que se encuentra la de la observación de la realidad, y estos comentarios que, puede que empujados por la percepción de lo literario, nos inspira, no podemos dejar de preguntarnos si es justo dar tanta importancia a las apariencias físicas cuando sabemos perfectamente que han sido definidas desde fuera y que la personalidad se nos escapa; no deberíamos olvidar que estas apariencias no son nunca reveladoras del interior, de la identidad.
En fin, éste es el juego que ha ido dominando en los debates televisivos, no sólo los políticos, desde luego. La pantalla de la televisión, que oculta, y a veces muestra, como en el caso comentado, una enorme tramoya, parece prestar un gran servicio a la palabrería más banal, a la más falaz retórica. Sin duda, el espectáculo de estos debates nos obliga a reflexionar, y volviendo al punto de partida y dejando ya a los políticos en sus luchas de poder -y, como suele decirse, que gane el mejor, si es que podemos llegar a averiguarlo con los medios que se nos ofrecen-, y a los locutores en la no menos encarnizada lucha de la captación de audiencia, creo que sería liberador que, ya lejos de los traumas infantiles, nos olvidásemos un poco de las apariencias, de la mirada de los otros, puesto que desde hace tiempo nos ronda la sospecha de que el esfuerzo no vale la pena, de que la apariencia no nos pertenece y que incluso sea, tal vez, mejor así, porque dentro de ella disponemos de un buen espacio de libertad, cada uno el que sepa construirse. Sí llegáramos a esa conclusión (y puede que esté ahí, a la vuelta de la esquina, y sólo tengamos que hacer eso: meternos por la primera bocacalle que salga a nuestro encuentro), ya podríamos tirar la toalla y vivir tranquilos, sin prestar atención a los pintorescos comentarios que sobre nosotros mismos escuchamos y sin tener que calibrar a través de ellos si somos queridos o despreciados, admirados o envidiados, y apenas advertiríamos la mirada de los otros. Pero no, vivimos en la tierra todavía.
es escritora.
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