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El primer revolcón

La historia deportiva está repleta de ejemplos parecidos: los partidos no los ganan los nombres, sino los hombres. Aznar trabajó más, cuidó su preparación, estuvo atento al reto que se le planteaba en una confrontación. Felipe González, por el contrario, se había acostado a las tres de la madrugada tras una gira por las islas Canarias. No le quedaban recursos para comportarse como el buen político que es ni tan siquiera para dignificar su facultad de actor. Éste es el fracaso del orgullo sandio y, por extensión, el castigo a la arrogancia. Felipe González, en la mayor parte de sus parlamentos, no se dirigía a las cámaras o a Aznar, sino hacia Campo Vidal, como si éste, como árbitro, fuera la única autoridad con la que pudiera relacionar su autoridad. Se olvidaba González, con abusiva frecuencia, que comparecía allí, no como presidente inviolable, sino como candidato a la presidencia frente a otro igual. Sin entrenamiento para la pugna, menospreciando al rival y sólo con el cinturón de campeón, González era una y otra vez alcanzado en el estómago y en las criadillas. Es verdad que Aznar o el PP no desarrollan un sistema deslumbrador. Lo suyo es dar golpes y golpes aviesos, pero con ello ha sobrevivido como oposición y como mosca cojonera en la campaña. Así, con estos sucintos recursos, se fue bastando Aznar en el debate. Felipe y sus asesores confiaron demasiado en sus cinco o seis Copas de Europa conquistadas en la historia e ignoraron que el prestigio no es escudo suficiente ante la técnica de la codicia rival. Pocas veces se ha contemplado a Felipe González desarbolado, repetidamente sorprendido, con el rostro desencajado ante su repetida dificultad para encajar. Como ha demostrado el primer debate, la política no es sólo el arte de lo posible, sino la posibilidad de mostrar lo que se hace ante el arte del televisor. Demasiado tiempo ha invertido González en la dialéctica de los salones carlomagnos, demasiada esgrima ante un espejo en detrimento de los charcos. La franca derrota de González ayer evoca el fracaso del Real ante el Tenerife, del Barcelona ante el Albacete, de McEnroe ante la fatalidad de una dejada más sagaz.El próximo debate refrenda la excitación mercantil de los play-off. Lo que ahora se juega en política ya no se libra en el pabellón de las ideologías inmensas, sino en los metros cuadrados de una cancha. Incluso la mítica se ha convertido en astucia publicitaria. Aznar ha vendido mejor su sopa, su Clío, su Skip, o su Koipe en el primer encuentro televisado. Sus asesores han tomado en serio la importancia guerrera del spot, mientras acaso el PSOE sigue confiando en la vieja espontaneidad de los Guerra.

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