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Cita sobre ruedas

El puerto de la Cruz Verde congrega los fines de semana a los motoristas de Madrid

Todos los fines de semana, Guillermo Martín se prepara para atender a una clientela que no le ha fallado desde hace 20 años: los motoristas. En grupo o solos, con paquete femenino a la espalda o de vacío, toman zumbando las curvas que llevan a su bar, en el puerto de la Cruz Verde, a 1.256 metros de altura camino de El Escorial. El ritual exige cilindradas potentes, uniformes de cuero y, sobre todo una pasión por las dos ruedas a prueba de accidentes. En la explanada del local se juntan al mediodía más de un centenar de motos

Con un botellín de cerveza en la mano, los moteros se pasean entre Hondas, Kawasakis, BMW, Yamahas y Suzukis aparcadas para admiración de entendidos y curiosos. A mayor cilindrada, mayor respeto. "Algunas cuestan hasta tres millones de pesetas", exclama Guillermo Martín en medio del trasiego de pinchos, bocadillos y cervezas. "¡Están en edad de comer y la moto les abre el apetito!".A la Cruz Verde acuden desde chavales de 18 años hasta hombres en la sesentena. El nombre del lugar corre de boca en boca entre los motoristas que vienen desde Madrid, Ávila y Segovia, aunque casi nadie es capaz de decir por qué este sitio y no otro. Guillermo, de 62 años, tenía allí un chiringuito de bebidas cuando empezaron a llegar en los años setenta las primeras motos.

"Entonces venían matrimonios y novios en motos pequeñas -Vespas, Montesas, Ossas...- porque los coches eran muy caros. Luego se celebró aquí una carrera mundial de motocross y desde entonces éste ha sido, el lugar de encuentro para motoristas de Madrid", recuerda.

Los habituales de la Cruz Verde se parecen poco a los motoristas de Easy rider o al agresivo Marlon Brando que encabezaba un grupo de ángeles del infierno, en la película El salvaje. No lucen cueros negros de largos flecos, no forman bandas asaltantes de pueblos ni identifican la moto con la libertad, la droga y el sexo.

A imagen de Sito

Tampoco cantan Born to be wild [Nacido para ser salvaje] ni personalizan viejas Harley-Davidson con manillares estrafalarios, sillines distintos y guardabarros extravagantes. La mayoría, a imagen de Sito Pons, luce impecable uniforme de piloto de circuito y, puestos a gastar, prefiere invertir en los últimos modelos de motos en el mercado.Son carpinteros, oficinistas, periodistas, abogados o policías municipales. El fin de semana cambian de ropa e ingresan en una clase universal: moteros apasionados. Algo queda, sin embargo, de la mitología de las dos ruedas. Adoran correr y la ilusión de centauro que crea la fusión del cuerpo con la máquina. "Lo que más me gusta es la velocidad, como a casi todos. Además, da gusto ir al lado de un compañero por la carretera", comenta Juan Antonio Rozas, de 26 años, de pie junto a su Yamaha 1.000, mientras pasan zumbando las máquinas puerto arriba y puerto abajo.

¿Miedo a los accidentes? Casi todos esconden costurones debajo de los flamantes uniformes. "Es muy peligroso. Un amigo se mató hace unos meses al tomar una curva con hielo. Yo iba con mi moto detrás. Al principio sientes un poco de miedo, pero si te gusta la moto de verdad, la vuelves a coger", explica Juan Antonio, que confiesa haber sufrido cinco accidentes.

Javi Jiménez, de 18 años y con una Yamaha 500, tiene cinco puntos en la cabeza y 40 en la pierna. "Hay muy poca preparación. Yo tengo la moto para el verano y porque es un bacile", reconoce Pedro, de 24 años, y, de oficio, policía municipal. "Es muy alegre esta carretera y se lanzan muy fuerte. Ya ha habido unos cuantos muertos", señala Guillermo, que siente pánico por las motos, detrás de la barra.

Con el paso del tiempo, el chiringuito se transformó en bar y restaurante, las motos aumentaron de cilindrada y las mujeres se desplazaron de la posición de paquetes a la de pilotos. "Las hay muy saladas. Tienen un valor como un torero", se admira Guillermo.

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