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Las elecciones y la cultura

Desde hoy hasta el próximo 6 de junio, los españoles vamos a oír y leer promesas y más promesas de: democracia, libertad, ética y política social, eficacia administrativa, europeidad socioeconómica y tantas cosas más. Si, cualquiera que sea el partido triunfante, conseguimos la mitad de lo que se nos va a prometer, no pocos nos daremos por contentos. Entre tanto, y por lo que valga, déjeseme echar de menos algún ofrecimiento explícito relativo a la cultura; más precisamente, a la política de la cultura. Y a riesgo de incurrir en el viejo vicio retórico que don Miguel de Unamuno llamó notariesco, razonaré mi menester -mío y de muchos, estoy seguro- ordenándolo en los siguientes puntos:1. La cultura española no es tan sólo la creada en la lengua común, mas tampoco el mosaico resultante de la adición de varias culturas particulares, más o menos independientes unas de otras. La cultura española es -debe ser- el resultado de integrarse entre sí, por obra del mutuo conocimiento y la mutua comprensión, las diversas culturas que hasta hoy han aparecido entre el Bidasoa y el Teide. Como español castellano, no será verdaderamente culto el castellano que no considere también suyos a Ausías March, Joanot Martorell y Jacinto Verdaguer; como español catalán -con dolor sé que algunos catalanes se niegan a ser españoles-, no es verdaderamente culto el catalán para quien no sean también suyos Cervantes, Quevedo y Unamuno. Y así, cambiando adecuadamente los nombres, en el caso de los gallegos y los vascos a los que no molesta ser y seguir siendo hijos de España.

2. En consecuencia, el cuidado de la cultura y la educación de los españoles no debe ser la simple adición del que a la cultura y a la educación dediquen las distintas comunidades autonómicas. En el Gobierno central debe existir, pues, un Ministerio de Cultura, con la misión principal de fomentar y coordinar, dentro de una cultura española globalmente entendida, la actividad cultural de todos los españoles, cualesquiera que sean su lengua y su visión de la vicia. Y, por supuesto, un Ministerio de Educación no limitado a regir lo que en su materia dejen sobrante las competencias educativas periféricas.

3. Los regidores de nuestra educación y nuestra cultura deben atender, por supuesto, a la formación técnica de los españoles, a tenor de lo que la técnica está siendo en el mundo actual y va a seguir siendo en el mundo de mañana. Buena falta nos hace. Pero teniendo muy en cuenta que la contribución de España a la cultura universal sólo puede tener importancia y merecer estimación si los españoles cultivamos con actualidad y originalidad aquello por lo cual ha sido importante y estimada nuestra cultura: las letras, las artes y el pensamiento; éste, no sólo cuando con Vives y Suárez logró amplia vigencia europea, también, y sobre todo, cuando en nuestro siglo ha sabido ser actual. En un homenaje que le dedicó la entonces Universidad Central, Cajal dirigió a los jóvenes esta consigna: "Aumentar el caudal de las ideas españolas circulantes por el mundo". Y el de las creaciones artísticas y las formas de vida, habría que añadir.

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4. Una de las principales actividades del Ministerio de Cultura debería ser la promoción de mutuo conocimiento y la mutua comprensión entre intelectuales y escritores de la diversa España. Hace no pocos años, Jordi Pujol convocó una trobada de intelectuales catalanes y castellanos en Sitges. Aunque el resultado del encuentro no fuera enteramente satisfactorio, no dejaba de ser un primer paso hacia la política cultural exigida por la España de las autonomías. A nuestro regreso a Madrid, Antonio Tovar, José Antonio Maravall y yo pedimos al Ministerio de Cultura la prosecución y ampliación de ese empeño. La idea fue bien acogida; pero, por la razón que fuera, no pasó de ahí. Muertos, por desgracia, mis dos eminentes amigos, yo sigo pensando que, pese al tiempo perdido, todavía puede ser oportuna y eficaz la utilización de esa vía hacia la única meta capaz de garantizar la continuación y la vigencia de España en la historia: la creación de una cultura verdaderamente española y verdaderamente actual. Porque, si no es así, si cada cual camina a su aire, mucho temo que los historiadores del siglo XXII puedan decir ante el que hasta entonces haya sido el pasado de Europa: Hispania fuit.

5. Para que la cultura española sea universalmente estimada es condición necesaria que en sí misma sea estimable. Nada más evidente. Pero si esto es condición necesaria, no creo que sea condición suficiente, porque además de ser estimable debe ser conocida. Cuando el producto cultural no requiere el empleo de la palabra, tal es el caso de la pintura, la música y la danza, su difusión puede ser y es con frecuencia amplia e inmediata. Lo mismo puede decirse de la creación científica, por su condición de saber repetible y comprobable. Antes que en Madrid fue conocida y valorada en Berlín, valga este ejemplo, la obra histológica de Cajal.

¿Puede afirmarse otro tanto de la producción literaria y de la creación estrictamente intelectual? En modo alguno, y nada más fácil que aducir ejemplos demostrativos. Es cierto que los romanistas de ultrapuertos saben bien qué hizo en lo suyo Menéndez Pidal, y los arabistas qué produjo Asín Palacios, y algunos filósofos, menos, por cierto, de lo que fuera justo, qué pensaron Unamuno, Ortega y Zubiri; pero ¿puede compararse lo que de ellos conocen los europeos y americanos cultos con lo que los respectivos mass media les dicen acerca de sus homólogos en las culturas inglesa, francesa o alemana?

España necesita promover la vigencia universal de lo que en su cultura sea realmente digno de ella, y esto no parece posible sin una considerable ampliación de las actividades que actualmente realizan sus representaciones diplomáticas. Entendida la cultura española como hoy debe serio, las embajadas de España tendrían que ser, entre tantas otras cosas, centros de irradiación de una cultura conjuntamente realizada en la lengua común y en las distintas lenguas autonómicas. ¿Cómo? Por supuesto, mediante una bien regulada cooperación entre el Gobierno central (Asuntos Exteriores, Educación y Ciencia, Cultura) y las consejerías de Cultura de las distintas comunidades autonómicas. Tal propuesta, ¿qué es: es el sueño utópico de un español no resignado al posible Hispania fuit de que antes hablé, o es un proyecto sugestivo y realizable? Grave cosa sería que al fin se impusiese como inevitable el primer término de tal dilema. Grave cosa, que sólo a través de sus respectivas lenguas y desde sus respectivas sedes planeen y ejecuten catalanes, vascos y gallegos su integración en la cultura europea, y que sólo a la cultura creada en la lengua común se atuviese en el futuro esa actividad difusora de nuestro prestigio que compete a nuestras representaciones diplomáticas.

Una y diversa es España. Realmente diversa en sus tierras, en sus lenguas, en sus modos de sentir y hacer la vida. Deseablemente una por el uso de la lengua de todos, por la vigencia de una posible cultura común, por la también posible realización de una política exterior en que la unidad y la diversidad de España tengan efectiva y eficaz realidad. Los españoles del siglo XXI, ¿llegarán a ver una patria así configurada? Ante la contienda electoral en que estamos metidos, parece deseable que nuestros políticos, en medio de sus promesas, sus críticas, sus peticiones y sus europeísmos de ocasión, encuentren algún huequecito para hacerse esa interrogación. Porque, si no es así...

Pedro Laín Entralgo es miembro de la Real Academia Española y del Colegio Libre de Eméritos.

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