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El hambre de padre

Desde tiempo inmemorial la relación entre padre e hijo se ha caracterizado por estar cargada de sentimientos opuestos, de cariño y de rivalidad, de confianza y de miedo, de amor y de odio. Estas emociones contradictorias son la causa del alejamiento y de la nostalgia que suele existir entre progenitores y descendientes varones, y, en particular, del hambre de padre que, sufren los hombres de hoy.La figura paterna tiene cualidades legendarias. Los padres mitológicos vivían en los cielos o en las cimas de los montes, y dominaban a sus descendientes y afines desde las alturas y la distancia. A pesar de su omnipotencia, estas deidades supremas sabían que su ineludible destino era ser derrocadas por un hijo. Esta fatídica suerte explica la suspicacia, la hostilidad y la ambivalencia habituales que los dioses padres sentían hacia sus hijos varones. Sin duda, el mito de Zeus, la tragedia de Edipo, el drama de Hamlet o la carta frenética de Kafka a su padre nos ilustran metafóricamente sobre los misterios de la relación entre el padre y el hijo de nuestros tiempos.

En el campo de la psicología y la. sociología, el padre ha sido desde siempre un actor impalpable, impreciso, una figura oscura, que cuando aparece en el escenario del hogar lo suele hacer entre bastidores, en un segundo plano de la saga familiar. En realidad, el primer desafío que se plantea un padre es elegir su identidad dentro del ámbito de la familia.

Hay padres que escogen el papel del hombre primitivo cazador que necesita estar totalmente libre de las responsabilidades de la crianza de los hijos para poder proveer a la madre y a la prole. Otros representan el personaje de rey mago que, estando siempre fuera de casa, nunca retorna al hogar sin traer regalos para todos. Ciertos padres adoptan el modelo del amigo, del compañero, y no tienen una presencia real hasta que el hijo no es lo suficientemente mayor como para hablar con y conocimiento de deportes o de mujeres. Otros desempeñan la misión de autoridad moral suprema, de juez que dictamina lo que: está bien y lo que está mal, carácter que confirma la madre abrumada que, al caer la tarde, advierte a sus hijos traviesos: "Cuando llegue vuestro padre, os vais a enterar".

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Lo curioso es que estas imágenes paternas no son únicas porque, en el fondo, todos los padres se parecen. Todos son grandes de tamaño. Todos presumen ante el hijo de alguna virtud masculina. Todos imponen una tradición de mandamientos, de ritos y de prioridades. Todos se distinguen por sus conversaciones breves y entrecortadas en las que no se dice nada -porque los hombres nunca se dicen nada, especialmente cuando se quieren decir muchas cosas-. Todos, en fin, son, sin saberlo, el objeto de una obsesión conflictiva e irresistible en el hijo que a menudo dura toda la vida.

Para los niños pequeños, las primeras señales. de aprobación, de reconocimiento y de afecto que les transmite el padre -meramente con su presencia- son vitales, porque constituyen su fuente más importante de seguridad, de autoestima y, de identificación masculina. Pero entre estas tempranas es cenas idílicas repletas de apego, de devoción y de orgullo, inevitablemente se entrometen las sombras ancestrales, inconscientes e inexplicables, de celos, de competitividad y de temor. Estas emociones edípicas entre padre e hijo fueron consideradas por Sigmund Freud como uno de los pilares centrales de la teoría psicoanalítica, y han guiado nuestro conocimiento del desarrollo emocional del ser humano desde principios de siglo.

Al amanecer de la edad adulta, el hijo busca la bendición paterna, un gesto de potestad simbólico que confirme su madurez, que apruebe su independencia y que celebre su investidura de las prerrogativas y derechos que implica la llegada al final del camino tortuoso de la adolescencia. Momento dramático: en el que, como el eco del grito legendario "¡el rey ha muerto!, ¡viva el rey!", el joven varón llora la pérdida del padre idealizado mientras que a la vez s e libera con fuerza hacia un futuro excitante, esperanzador y aventurado.

En la vida cotidiana el padre es el eslabón débil de la cadena afectiva que enlaza a los miembros del clan familiar. A lo largo de la historia del hogar los padres han brillado, sobre todo, por su ausencia. Cada día hay más niños que son criados solamente por la madre. En Estados Unidos, por ejemplo, el 23% de los niños menores de 18 años vive sólo con la madre. Por otra parte, en hogares donde el padre está presente, éste no pasa con los hijos más de un tercio del tiempo que la madre.

Existen diversas razones de ausencia tangible del padre: la muerte, la deserción del hogar, la paternidad ilegítima, la separación o el divorcio. La desaparición del progenitor es siempre traumática para el hijo. Mientras que la muerte, del padre se considera casi siempre natural o irremediable e inflige dolorosos sentimientos de duelo, de pérdida y de tristeza, la ausencia paterna por otras causas produce confusión, angustia, culpa, rabia y emociones profundas de rechazo o de abandono. En todo caso, ante el hijo sin padre se: alza un mundo sobrecogedor colmado de retos insuperables, como el monstruo de los cuentos. Lo peor es que parece que sólo él, ese padre ausente, puede ayudarle a vencer a ese monstruo.

Incluso entre las familias intactas y bien avenidas son demasiados los padres que, como cumpliendo con alguna oscura ley de vida, se ausentan antes de que los hijos hayan podido hacer las paces, reconciliarse con ellos. Para estos hijos, la memoria del padre siempre es un momento de vacío, de soledad, de añoranza y de silencio, un enorme agujero en el que se busca intensamente a alguien que, por no estar presente, está presente. Mientras que el hijo que también es padre no puede remediar tornar hacia sus propios hijos y sentir a regañadientes que, un día, él también se convertirá en una ausencia para ellos.

Los hijos, más que las hijas, necesitan al padre para formar su yo, para consolidar su identidad, para desarrollar sus ideales, sus aspiraciones, y para modular la intensidad de sus instintos y de sus impulsos agresivos. De hecho, muchos de los males psicosociales que en estos tiempos afligen a tantos jóvenes -la desmoralización, la desidia, la desesperanza hacia el futuro o la violencia nihilista- tienen un denominador común: la escasez de padre.

No cabe duda de que hoy gran parte los hombres padece de hambre de padre, aunque, afortunadamente, según dan a entender estudios recientes, la cultura de Occidente está vislumbrando el amanecer de una nueva era. Una era mejor en la que la relación entre padre e hijo será más estrecha, entrañable, armoniosa y saludable. La razón es que la trama hegemónica masculina se ha visto entretejida por la metamorfosis liberadora de la mujer, la cual está instigando al hombre a cambiar su identidad de padre. Y mientras las madres se liberan de las ataduras culturales esclavizantes del pasado, los padres se deshacen poco a poco de una imagen dura, distante y anticuada, y se transfiguran en seres más caseros, expresivos, afectuosos, vulnerables y, en definitiva, más humanos.

es psiquiatra y jefe de los Servicios de Salud Mental de Nueva Yórk.

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