Historiadores y predicciones
La naturaleza de la crisis de desempleo que afecta a todas las economías avanzadas del mundo me ha recordado el primer movimiento político que me atrajo en la década de los treinta, cuando yo era un adolescente, cuyo nombre era tecnocracia. La organización, que no duró más que unos años y nunca ganó unas elecciones, intentaba advertir al público estadounidense que la automatización estaba a punto de acabar con la mayoría de los empleos industriales y que había que reorganizar la economía nacional si se quería resolver el problema del desempleo masivo. Cuando empecé a dar clases, en 1946, les decía a mis alumnos que la economía capitalista vigente no podía durar más de unas décadas; que la crisis de desempleo de los años treinta se había resuelto mediante el rearme para la II Guerra Mundial, que ahora la reconversión hacia la industria de tiempo de paz crearía nuevos puestos de trabajo durante unos años, pero que dentro de diez o veinte años tendríamos la clase de desempleo permanente, tecnológico, que se predijo en un principio durante los años treinta.¿Estaba completamente equivocado acerca del fenómeno básico, o sólo en cuanto al cálculo del tiempo? Cuando Europa y Japón no sólo se recuperaron de la guerra, sino que se volvieron más prósperos que en cualquier época anterior, y cuando parecía que en los países industrializados había una escasez permanente más que un exceso de mano de obra disponible (entre 1950 y 1975) dejé de hablar de desempleo permanente. Pero a partir de 1975 el desempleo ha tendido a aumentar incluso en épocas de prosperidad y crecimiento económico, y, en los últimos años, los propios líderes empresariales han advertido explícitamente que las elevadas tasas de desempleo que se registran en la actualidad no se deben a fluctuaciones temporales en el ciclo económico sino a la sustitución de mano de obra humana por máquinas. Lo que la tecnocracia predijo en 1935 está cumpliéndose claramente medio siglo después.
Otra predicción que hacía habitualmente en mis clases entre 1950 y 1980 era que los sistemas político-económicos que lideraban estadounidenses y soviéticos respectivamente tenderían gradualmente a converger. Como prueba aducía, en Occidente, cosas como la participación gubernamental a gran escala en los sectores automovilístico, aeronáutico y nuclear, y la inclusión de gobiernos dictatoriales en las alianzas militares y económicas de Occidente; en el Este señalaba el hecho de que la agricultura no había sido colectivizada en la mayor parte de Europa del Este, que no se habían suprimido del todo los pequeños negocios familiares en Polonia y Bulgaria, que los economistas soviéticos de los años sesenta hablaban de permitir que los mecanismos de precios desempeñaran un papel en la distribución de recursos naturales, y que estaban jubilando más que matando a los líderes políticos sin éxito.
A raíz del espectacular desmoronamiento del imperio soviético, parece que esta predicción había sido completamente errónea. Obviamente, no tenía ni idea de lo poderosas que eran las fuerzas del nacionalismo y la religión que operaban bajo la superficie de una sociedad aparentemente materialista y multinacional. En mi idea de convergencia estaba también indebidamente influido por mi convicción (que conservo plenamente) de la necesidad del desarme nuclear-químico-biológico. Si se produjera al menos una convergencia parcial entre los sistemas, eso ayudaría a reducir el peligro de guerra nuclear y, así, "el deseo engendró el pensamiento". Pero diré también que puede que la predicción no fuera tan completamente errónea como parece en este momento. Dentro de 10 años puede que nos encontremos con que los antiguos apparátchiki y sus hijos educados en Europa se han convertido en "capitalistas enriquecidos por la explotación", conforme con la reverenciada tradición del capitalismo estadounidense de finales del siglo XIX. Es bastante posible que de un segundo escalón de antiguos apparátchiki salgan los jefes locales de una política democrática urbana, y puede que la agricultura privada de las grandes llanuras de Rusia muestre los mismos métodos y resultados que han caracterizado, a las agriculturas estadounidense y canadiense.
Volviendo a la cuestión general de si los historiadores deben hacer predicciones: muchos de mis colegas dicen expresamente a sus alumnos que los historiadores estudian el pasado, y que no hay que confundirlos con los futurólogos. Además, si el campo de investigación de uno se remonta a muchos siglos atrás, y/o está limitado a una especialidad bastante específica, no hay motivo para hacer ni para dejar de hacer predicciones. Pero si, como en mi caso, uno ha estudiado los acontecimientos más polémicos de los últimos 100 años, lo más probable es que su versión y sus interpretaciones impliquen ciertas concepciones del futuro. Además, a mí me parece que, por solidaridad humana, los profesionales de todas clases deberían dedicar al menos parte de su energía a poner su experiencia al servicio de necesidades humanas generales. ¿Quién más puede ofrecer consejo razonado con respecto a los complejos problemas a los que se enfrentan todas las sociedades, si historiadores y sociólogos se niegan conscientemente a anticipar futuras tendencias, y las implicaciones de esas tendencias?
Creo también que, al hacer diversas predicciones en el transcurso de mi carrera como profesor, y al averiguar su grado de precisión, he mejorado mi propia capacidad de interpretar los acontecimientos. Recordando las clases en las que incluía predicciones tecnocráticas, creo que he aprendido que es bastante posible acertar en cuanto a la tendencia científica a largo plazo, pero también sobrestimar el ritmo en el que se sucederán los acontecimientos. A raíz del derrumbamiento de la URSS y de lo que he leído desde entonces, me doy cuenta de cuánto infravaloré las fuerzas de la religión y el nacionalismo, un error que me inducirá en mi trabajo futuro a prestar más atención a las fuerzas tradicionales, aunque esas fuerzas no parezcan muy activas en la vida política de la sociedad que se esté estudiando.
Hay también unas cuantas predicciones que he hecho porque creo que apuntan a medidas necesarias más que porque esté seguro de que vayan a cumplirse. Dos de esos pronósticos no resultarán nuevos para quienes hayan leído mis artículos en EL PAÍS durante la pasada década. Uno es que la vida civilizada no sobrevivirá si no encontramos alguna manera de detener la producción y venta de armas de destrucción masiva. Esta predicción, como las de Casandra, hace caso omiso de casi toda la política actual, ya que todos los gobiernos democráticos del mundo subvencionan sus industrias de armas y explican sin ninguna vergüenza que esas industrias sólo pueden ser económicamente viables a través de la exportación. Actualmente, el Gobierno potencialmente democrático de la Rusia poscomunista está pidiendo a las principales potencias económicas que le den una cuota en el mercado de armas, porque las armas avanzadas son uno de los pocos productos competitivos que Rusia puede ofrecer a la bendita economía de mercado.
La otra predicción recurrente es que el crecimiento económico, tal y como se mide actualmente, no podrá literalmente prolongarse indefinidamente en el futuro. La concienciación ecológica, cada vez mayor, y el debate público durante la reciente campaña electoral francesa acerca de la necesidad de repartir el trabajo disponible reduciendo drásticamente la semana laboral industrial son señales positivas. Sobre esta cuestión, como sobre la del desarme, las próximas décadas serán testigos de una carrera entre la conciencia intelectual de las necesidades humanas y la voluntad política de introducir los cambios necesarios para satisfacer esas necesidades. A pesar de los errores que haya cometido con diversas predicciones, pero también intentando aprender de esos errores, creo que la función más útil que puedo desempeñar con el conocimiento que he acumulado a lo largo de mi carrera es insistir en esas predicciones advertencias.
Gabriel Jackson es historiador.
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