Un velo de silencio cubre Azerbaiyán
Las autoridades de Bakú imponen el "secreto militar" para ocultar el calamitoso estado de sus tropas
Las malas noticias llegaron la otra noche en rápida sucesión hasta el despacho del vicealcalde de Fizuli, este remoto pueblo azerbaiyano a tiro de cañón del Ejército armenio. En Bakú, la capital del país, el ministro del Interior ha sido destituido. En Ankara, el presidente turco, Turgut Ozal, tenaz aliado de los azerbaiyanos, acaba de morir de un ataque cardiaco. De las colinas vecinas vino la sonora confirmación de que los armenios han recibido más munición. Cada cinco minutos, una explosión, como para recordarle a este pueblo agrícola que sus tierras pueden caer en cualquier momento.
Cortos de armas, abrumados por lo incertidumbre, los habitantes de Fizuli, a unos 300 kilómetros de Bakú, esperan lo peor. La tregua unilateral declarada por el Gobierno de Bakú el lunes para dar una nueva oportunidad a la mediación emprendida por la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) y la decisión de los presidentes de Armenia, Levon Ter Petrosian, y de Azerbaiyán, Abulfaz Elchibey, de iniciar conversaciones de paz, parece haber congelado de momento una nueva ofensiva, pero eso no es ninguna garantía. "Palabras, palabras y más palabras", se lamentó con amargura un suboficial azerí que, como la mayoría de los defensores de Fizuli, se pasa el día tomando té en las oficinas del gobierno local.Las calles están siempre vacías, pero la oficina del vicealcalde, Osman Qasimov, está muy concurrida: tiene un televisor. Esa noche el mandamás local estaba absorto en un enigma ajeno. Daban una película de Bette Davis. En blanco y negro, como el paisaje de este pueblo, donde no quedan más que unos 300 hombres y decenas de perros vagabundos. Las mujeres y los niños han sido evacuados hace tiempo. Escopeta al hombro, los hombres montan guardia frente a sus casas. "Tememos tanto a los ladrones como a los armenios", decía un viejo granjero. "El enemigo tiene cien caras... Nos lo ha dicho la policía".
Es quizá esa convicción lo que explica el celo de los azerbaiyanos cuando reciben la por lo general indeseada visita de periodistas extranjeros. La de Azerbaiyán y Armenia es también una guerra contra todo intento por verificar los datos que producen las maquinarias propagandísticas de Bakú y Yereván.
Burocracia inalterable
Llegar a las zonas de combate es de por sí una victoria sobre la burocracia, una de las instituciones que ha sobrevivido al colapso del aparato comunista. A lo máximo que se puede aspirar en Fizuli es a soportar las letanías de sus numerosas autoridades: el municipio, la policía local, la gendarmería, las fuerzas del Ministerio del Interior y, con un poco de suerte, algún portavoz del Ejército. El número de refugiados, de aldeas tomadas y de casas dañadas es, inevitablemente, "secreto militar".
Según los azeríes, entre los "mercenarios" en las filas armenias hay "negros africanos" y "fascistas libaneses", y cuando se pide alguna prueba la respuesta es uniforme: "Está prohibido ver a los prisioneros". Cerca del despacho del jefe de policía, en un cuartucho en las penumbras, un peluquero militar rapaba la cabeza a un joven con las manos esposadas. ¿Prisionero? "Lárgate. Secreto militar", fue la abrupta respuesta del centinela.
De noche, lo único audible son viejas rapsodias que se abaten con implacable tristeza sobre las calles vacías de Fizuli a través de un vetusto equipo de amplificación. "La música levanta la moral de nuestras tropas", dice el vicealcalde, y ésa es una de las pocas "revelaciones" que uno puede obtener en Fizuli.
Hay dos teorías acerca de la campaña de silencio que rige hasta en los más recónditos confines de Azerbaiyán: una dice que el Ejército está cada día más preocupado por la eficacia del espionaje armenio. La otra, más creíble, es que el Gobierno quiere impedir que observadores independientes registren el calamitoso estado del Ejército. Su incapacidad de frenar el avance armenio sobre 4.000 kilómetros cuadrados este mes ha arrojado combustible al peligroso debate político en Bakú, donde se pide la cabeza del ministro de Defensa, Dadash Reyayev.
Unos cien kilómetros al sureste, en la localidad de Zengilán, policías uniformados se encargan de impedir que los civiles hablen con visitantes extranjeros. "Necesita permiso de los ministerios de Defensa y de Interior y una orden firmada por el gobernador local", dijo un comisario que todavía llevaba en la gorra la obsoleta insignia de la hoz y el martillo. Una anciana quiso decir algo, pero se la llevaron dos policías en un santiamén.
La única concesión azerí a la prensa es una visita a un cuartel en la cañada de Karagol, a la vera del angosto río Ojchú. Karagol ayuda a comprender una vez más por qué la historia de la campaña en Nagorni Karabaj es un inventario de derrotas para Azerbaiyán. En el patio del cuartel está el poder real de Karagol: una ametralladora antiaérea de la II Guerra Mundial.
Los jóvenes defensores de Karagol toman el sol de mediodía lejos de sus viejos fusiles Kaláshnikov. La mayoría están más atentos al progreso del rancho en una cocina de leña que a los esporádicos disparos a menos de tres kilómetros. "Los armenios no pasarán", dice el coronel Firudín Shabanov con énfasis mientras menea su tercera taza de té. Observando la pobreza de las defensas azeríes es imposible no abstraerse a la conclusión de que si los armenios no lo han hecho todavía es sencillamente porque no les interesa.
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