La escritora que nunca existio
El escritor puede alquilar su pluma legítima o ilegítimamente. En este último supuesto aparece la figura del negro literario. Pero cabe que las cosas sean también más complicadas. Tal es el caso, peregrino caso, de María de la O Lejárraga, María Martínez Sierra (1874-1974), cuyo nombre se desliza por las aguas difíciles de la memoria literaria como una ondina espectral y culpable. Las historias de nuestro teatro apenas la mencionan. A lo sumo se la relaciona vagamente con su marido, el conocido dramaturgo Gregorio Martínez Sierra, para referirse a la colaboración de María en las obras de éste dada la constante presencia femenina que atestiguan. Presencia y sensibilidad.Antonina Rodrigo ha publicado una biografía de la escritora (María Lejárraga, una mujer en la sombra) donde, con abundancia de datos, se demuestra de modo concluyente, a pesar de la prudencia de la biógrafa, que María, bastante más que una colaboradora, fue en realidad la autora de casi todo el teatro que circuló y aún circula a nombre de su marido, y cabe suponer que de una gran parte de su obra en prosa, narrativa y ensayística. Gregorio Martínez Sierra firmó una cincuentena de piezas dramáticas, entre las que se cuenta Canción de cuna, uno de los éxitos internacionales del teatro español contemporáneo, y también algunos libretos, entre ellos el de Las golondrinas, de Usandizaga, y El amor brujo, de Falla. Por cantidad al menos, María Martínez Sierra es la primera dramaturga española.
Antonina Rodrigo, a quien había precedido en sus investigaciones la norteamericana Patricia W. O'Connor, no revela ningún secreto sensacional, pero confirma en su libro lo que era un hecho conocido o semiconocido en los círculos literarios y teatrales más conspicuos de la época. La sociedad de preguerra llegó a hacerse cruces sobre la increíble capacidad de don Gregorio para ser empresario y director de teatro, uno de los primeros del teatro español, además de escritor. Don Gregorio dirigía, conferenciaba, negociaba, acudía a sus revistas y editoriales, llevaba adelante su teatro de arte, publicaba artículos y libros, hacía una activa vida social, se multiplicaba incesante, mientras, encerrada en casa, bien encerrada y confortada por los lares domésticos, María de la O Lejárraga García escribía implacable dramas, novelas, cuentos, ensayos, artículos, discursos y cuanto hubiera que escribir.
Las pruebas que aporta Antonina Rodrigo, las cartas de don Gregorio a María, no dejan lugar a dudas. En ellas él le insta a menudo a que escriba: "Trabaja todo lo que puedas", "espero con impaciencia el tercer acto de Torre de marfil". Cuando muere el fundador de un importante periódico madrileño, don Gregorio, colaborador del diario, que está de gira, le pide a María que le haga un artículo necrológico y se lo mande en seguida para entregarlo, ya que, de lo contrario, "se molestaría seguramente la familia". Don Gregorio oficiaba también de feminista ("No he podido librarme del compromiso de ser mantenedor de una fiesta que se llama Exaltación de la Mujer, en Pontevedra") pero los discursos feministas era la esposa quien se los elaboraba. El libro Cartas a las mujeres de España lo firmó él y lo escribió ella ("Hazme cinco o seis cartas a las mujeres, cuanto antes, para completar un tomo"). "Hija mía", le dice en otra ocasión, "tienes que escribir muy deprisa la comedia nueva...". Ensayos hubo en que la obra no seguía adelante porque María, que no había ido en la gira con la compañía del esposo, aún no había enviado el acto que faltaba. Incluso llega a solicitarle saludas, cartas, telegramas, y se le ve negociar colaboraciones en prensa que firmará él y escribirá su mujer. Y cuando don Gregorio se dedique al cine en Hollywood, María se convertirá en proveedora de argumentos para sus guiones. Y así durante más de treinta años.
El ínclito Martínez Sierra era incapaz, como señala Antonina Rodrigo, no ya de escribir una comedia, sino una simple carta de pésame. Lo cierto es que la firma Gregorio Martínez Sierra fue asumida por María y por su marido como una razón comercial y existencial. Lo sorprendente de todo esto estriba en la actitud de ella. Nunca tuvo conciencia de ser explotada por su esposo. Decidió borrar su nombre de escritora tras borrar incluso sus apellidos originarios para tomar los del sociable esposo. Su familia se había mostrado fría con su primer libro, y María se entregó en cuerpo y alma a nutrir de amor y de literatura a su necesitado marido. Ni siquiera le importaron las relaciones de éste con la actriz Catalina Bárcenas, que con el tiempo desembocarían en la separación del matrimonio, pero no en la interrupción de la colaboración literaria. Jamás se quejó, jamás protestó por esta situación. Ni separada suprimió de su nombre el del esposo. Ya septuagenaria, escribió un libro de recuerdos, Gregorio y yo, que evoca sólo los momentos luminosos de su relación.
Unas declaraciones suyas por estos años sobre su colaboración con el marido, donde fue más lejos de lo que en ella era habitual, desencadenaron la violenta reacción de César González-Ruano, formIdable escritor de espíritu esquivo, con un tremebundo artículo titulado María de la O no nos gusta ("Ni a su marido tampoco", apostillaba, malicioso), que se publicó en el diario Arriba, en los primeros años cincuenta. González-Ruano arremetía a la vez contra la dramaturga y contra la roja. Un disparate. Pero que sirvió para disuadir a María de la conveniencia de regresar a España, a la que ya nunca volvería.
Sumisa, fiel hasta la exacerbación, disciplinada, dulcemente uncida al carro del que tiraba el impecable boyero de don Gregorio: así era esta roja. Que lo fue, valga la afirmación, que lo fue. Porque no en vano llegó a ser diputada del PSOE durante la II República y, feminista convicta, participó en las empresas de dignificación de la mujer que se llevaron a cabo durante aquellos años. ¿Es el de María Lejárraga sólo un caso de psicología difícil, de hembra dominada por un sentimiento materno, protector, hacia el marido? ¿Obró así por resentimiento con su familia, que tan fríamente acogió su primer libro? ¿Fue el amor el que la condujo hasta la abnegación más incomprensible? ¿O la piedad le hizo proferir medias o inciertas palabras, ya muerto el esposo, sobre la autoría de sus obras? Sus biógrafas se han hecho estas preguntas, pero sería parcial no considerar las raíces sociales que nutren comportamientos así.
Esta mujer de izquierdas, esta feminista bienintencionada, encaja, por su conducta con el marido, en un sistema de valores más patriarcal y reaccionario que otra cosa. Por eso, el inteligente Corpus Barga ironizaba, a la altura de 1935, en un agudo artículo suscitado por el estreno de Yerma, sobre la condición del "buen cristiano padre de familia" que concurría en el "revolucionario español". Por aquellos años nuestro primer sexólogo abandonaba horrorizado una representación de Don Perlimplín lorquiano en el momento en que el personaje aparecía en escena con unos cuernecitos dorados. Pero no se trataba solo de nuestra izquierda o nuestros liberales: en su reciente biografía, Mario Vargas Llosa indica que la expulsión del cenáculo realista de André Breton del peruano César Moro se debió a su homosexualidad. Breton, al parecer- y hay otros datos- lo admitía todo menos eso: una opinión horriblemente vulgar quehemos escuchado a menudo a gentes sin ninguna relación con la revolución integral del surrealismo, pero que se diría extraña en la mente de quién aspiró a cambiar la vida e identificar cambio vital y transformación revolucionaria.
Después de lo cual no es ninguna sorpresa la persecución de sexualidades heterodoxas en algunos países comunistas, patriarcales y reaccionarios también.. Por eso, Reinaldo Arenas, anotó en su autobiografía que en Cuba la persecución de los homosexuales era paralela a la imposición de severas rerstricciones a la conducta sexual de las mujeres de los dirigentes. Lejos de mi intención hacer aquí postulaciones feministas. Pero sí es conveniente tomar nota de episodios como este de María Lejárraga, que son tan reveladores sobre la persistencia de las estructuras ideológicas tradicionales. Ya lo decía aquel viejo diputado que, con motivo de una elección decisiva en el Congreso, contestó a un mozalbete que le pedía fervoroso que no votara a los católicos: "Pero, hijo mío, ¡si aquí todos somos católicos!".
es crítico literario.
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