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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Basurero nuclear

LA FUGA radiactiva producida el martes en Siberia ha provocado ya una nube tóxica de ocho kilómetros cuadrados de superficie. La fuga se produjo poco después de que un informe oficial del Gobierno ruso revelase que durante más de 30 años la Flota de la Unión Soviética efectuó vertidos masivos de residuos radiactivos a los océanos Ártico y Pacífico. El informe también reconoce que en el mismo periodo fueron arrojados al fondo del mar 17 reactores atómicos de submarinos, seis de ellos llenos de combustible radiactivo.Son noticias que recuerdan el grave problema legado por la antigua URSS al mundo: la combinación entre ciertas tecnologías potencialmente peligrosas y un régimen sin opinión pública se ha revelado catastrófica. El secreto ha amparado prácticas potencialmente criminales, irresponsables en todo caso, cuyos efectos ahora comprobamos. El accidente de Siberia viene a recordar también el riesgo que implica la existencia en el antiguo bloque del Este de al menos medio centenar de centrales nucleares de diseño antiguo -la ahora siniestrada fue construida para fines militares en los años cincuenta- que carecen de medidas de seguridad hoy consideradas imprescindibles: sustancialmente, equipos de emergencia en los sistemas de refrigeración y estructuras protectoras capaces de contener emisiones radiactivas.

Deficiencias como ésas determinaron el accidente de Chernóbil, en abril de 1986, que provocó, además de las víctimas directas, el éxodo permanente de 200.000 personas y daños que recientemente evaluaba The Washington Post en 270.000 millones de dólares. La cifra de 17 reactores atómicos (más de los que ha ya tenido España en funcionamiento en cualquier momento de su historia) depositados en el fondo del mar supera los peores temores de las organizaciones ecologistas internacionales que en 1991 llamaron la atención sobre el problema y que, finalmente, han logrado que el Gobierno ruso lo estudie seriamente.

Bajo el aliento de la guerra fría, la URSS puso a navegar unos 250 buques de propulsión nuclear, la mayoría de ellos submarinos, con más de 400 reactores atómicos para propulsarlos, casi tantos como los que forman el parque mundial de centrales nucleares de generación eléctrica. Esta flota, heredada por Rusia, produce cada año 20.000 metros cúbicos de residuos radiactivos líquidos y 6.000 toneladas de sólidos. Todo ello sin contar con el combustible nuclear gastado, el peor de los residuos, que en su mayor parte se mantiene en los buques porque tampoco para él hay lugares de almacenamiento adecuados en tierra.

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Amparada en el secreto militar, la tecnología nuclear nunca tuvo en la URSS un tratamiento cuidadoso. Ahora se comprueba que los reactores de producción de plutonio de Krasnoyarsk han contaminado la práctica totalidad del cauce del Yeniséi en Siberia o que varios accidentes en plantas militares han causado a lo largo de los años graves problemas en varios puntos de los Urales, todo ello sin contar con que las pruebas nucleares al aire libre esterilizaron amplios territorios de Kazajstán.

El grave problema actual es que la denuncia de un sistema que se hundió por sus propias contradicciones o el conocimiento de la magnitud del drama atómico no bastan: la principal característica de la contaminación radiactiva es que perdura, y el peor legado de la tecnología nuclear son unos residuos de alta actividad y decenas de milenios de vida con los que aún no se sabe muy bien qué hacer en ninguna parte del mundo. En Rusia generan residuos de ese tipo el desmantelamiento de las bombas nucleares derivado de los acuerdos de desarme, la gran cantidad de reactores militares en funcionamiento y los reactores civiles. La solución, como subrayan las propias autoridades rusas, no puede ser nacional, sino internacional: por el esfuerzo tecnológico que requiere, pero también por las enormes cantidades de dinero que precisa.

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