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Chabolas con antena parabólica

Según Marx, autor al que no está de moda citar, "la medida de la riqueza no es el trabajo, sino el tiempo libre", ya que, a menos que se supere la condición alienante y embrutecedora de la mayor parte de los trabajos, tal como están organizados hoy en día, el individuo sólo podrá aspirar a desarrollarse como ser humano en aquellas actividades y relaciones que mantiene fuera de su horario habitual de trabajo.De ahí que la actividad cultural sea una necesidad y que el incremento del tiempo libre no signifique un aumento del tiempo desperdiciado, sino del tiempo socialmente productivo que es objetivamente necesario para la consecución del individuo humano y de un mundo humano.

Si se acepta este punto de vista, la medida del grado de desarrollo y madurez alcanzado por una sociedad no radicará tanto en los factores puramente económicos: la capacidad adquisitiva, el número de horas que es preciso trabajar para acceder a un determinado bien o servicio, sino, más bien, lo que hacen las personas en su tiempo libre, que, a causa de la revolución científico-técnica, será cada vez mayor. Esa misma revolución ha hecho que el sistema productivo necesite contar con trabajadores cada vez mejor formados y con la suficiente base cultural como para permitirles la comprensión de los complejos fenómenos de la tecnología actual y una fácil adaptación a los continuos cambios de la misma.

Enfrentado a esta nueva situación, el sistema ha generado un importante aparato destinado a la manipulación del ocio y a la obtención a través de él de beneficios adicionales. Según André Gorz, "se trata de un aparato al servicio de la mistificación, de la perpetuación de la ignorancia, de la destrucción de la cultura, del condicionamiento de los reflejos y de la transformación del tiempo, libre en un tiempo pasivo y vacío destinado al puro consumo de diversiones estériles".

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Este aparato es lo que algunos han dado en llamar "cultura de masas", aunque ya Adorno, uno de los primeros en estudiar este fenómeno, prefirió el término "industria cultural", por considerar que el primero podría dar la impresión errónea de que se trata de una cultura surgida espontáneamente de las propias masas, de la forma actual del arte popular, cuando en realidad se trata de una cultura que, desde arriba y en beneficio de unos pocos, se le impone a la mayoría.

La industria cultural cumple por tanto una doble tarea: alejar a la mayoría de la población de sus problemas reales y ofrecerle una visión escapista con la que identificarse, imbuyéndoles unos valores ajenos, cuando no contrarios, a sus auténticos intereses. La "industria cultural" constituye así uno de los instrumentos básicos de que dispone el sistema para perpetuar su dominio mediante recursos más sofisticados que la mera represión, asegurándose la hegemonía en el sentido que daba a esta palabra otro autor al que tampoco está de moda citar: el italiano Gramsci:

"La hegemonía es un orden en el que predomina una determinada forma de vivir y de pensar, en el que un determinado concepto de la realidad se difunde en la sociedad a través de sus manifestaciones institucionales y privadas, insufiando su espíritu al gusto, la moralidad, las costumbres y los principios religiosos y políticos, y a todas las relaciones sociales, especialmente en sus connotaciones intelectuales y morales".

¿Cómo explicar si no un fenómeno que habrá sorprendido a cualquier observador avisado, el de la presencia en los barrios más degradados de nuestras ciudades de infraviviendas e incluso chabolas cuyos tejados aparecen rematados por antenas parabólicas destinadas a ampliar la oferta televisiva a sus moradores, en muchos casos apenas alfabetizados? ¿Cómo explicar si no que en su interior abunden toda clase de aparatos, desde el último modelo de consola para videojuegos hasta televisores de gran pantalla y demás parafernalia?

La respuesta es la de que se pretende paliar la carencia de lo esencial con el consumo de lo superfluo. Mientras que resolver los problemas reales de la gente, el derecho al trabajo, a una vivienda, una sanidad y una enseñanza dignas, parece inalcanzable, manipular su tiempo libre y su forma de ver las cosas a través de esos artilugios resulta más sencillo y también más rentable.

Así, la "industria cultural" nos bombardea con productos cada vez más degradados, sobre todo desde que la guerra de audiencias desatada entre las cadenas televisivas ha hecho descender el nivel de su programación hasta extremos inconcebibles, en una auténtica carrera de ratas que las lleva a pisotear no sólo el buen gusto, sino incluso los valores más elementales, como el respeto a los seres humanos. Y no olvidemos que la televisión sigue siendo para una inmensa mayoría casi la única fuente de información y esparcimiento.

Con esto se cierra un círculo en el que, en lugar de aspirar a unas condiciones de vida humanas y el desarrollo de sus capacidades en un entorno integrador, el individuo parece hacer dejación de sus derechos para sumirse en la contemplación pasiva de esos subproductos envilecedores que son prácticamente los únicos a su alcance.

De ese modo, a pesar de lo inhóspito de todo lo que nos rodea, de la degradación de nuestras relaciones y formas de vida, de nuestro bajo índice de lectura, somos el primer país consumidor de imágenes, en su mayoría importadas y de baja calidad, y uno de los que cuenta con un mayor número de vídeos. Un país, en resumen, en el que escasea lo fundamental y abunda lo superfluo, en el que hemos empezado la casa por el tejado o, más bien, por la antena que lo remata, olvidándonos de sus cimientos.

Si, como decíamos al principio, la medida de la riqueza de una nación es lo que hacen sus habitantes en el tiempo libre, parece inevitable llegar a la conclusión de que somos muy pobres, mucho más de lo que pudiera deducirse de datos puramente económicos, como el PIB, la renta per cápita o el número de coches por cada 100 habitantes.

Andrés Linares es director de cine.

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