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Reportaje:

El escenario no tiene rejas

Una presa en libertad condicional lleva el peso de una obra teatral que está en cartel estos días

Ana Alfageme

Las mañanas pasaban pensando: ya quedan cuatro horas, ya quedan tres... Las tardes se hacían cortas y felices. Los días de fiesta insoportables. Cristina Cobaleda usaba el teatro para defenderse de las rejas. Pero Elena Cánovas, una carcelera metida a profesora de teatro, se frotaba las manos: tenía delante una actriz como una casa. Hoy, la cárcel sigue donde estaba y Cristina, en libertad condicional, sube al escenario del teatro Alfil todos los días y lleva el peso de La orgía, una obra de su compatriota el colombiano Enrique Buenaventura, una parábola sobre parias y dictaduras.

Durante hora y media Cristina es una anciana enajenada, tirana entre los tiranizados por el hambre cuando organiza la orgía y recibe a sus únicos invitados: tres mendigos con el estómago pegado al espinazo que representarán una farsa por un plato de comida. Sus parias, tres actores profesionales, arropan sabiamente sus movimientos.Cuando dan las nueve y media de la noche, la vieja grotesca se inclina para escuchar los aplausos de los espectadores del teatro Alfil y corre al camerino a quitarse la peluca y los berretes de pintura. Deja de ser la madre provocadora e incestuosa y, vestida de marrón y maquillada con mimo, vuelve a la calle convertida en una mujer pacata, de pelo corto y cuidado, de 41 años, madre de cuatro hijos.

Cristina no tenía tablas, tan sólo un pasado miserable en Colombia, una condena y dos años por delante en la prisión de mujeres de Carabanchel. Una compañera estaba en un grupo de teatro que una carcelera llamada Elena -licenciada en arte dramático y dirección escénica había montado y que se llamaba Yeses (por Yeserías, la cárcel femenina que ahora funciona en régimen abierto).

Hablar ante el juez

"Yo pensaba que ojalá me pudiera poner ante el juez y ser capaz de hablar de seguido", contaba Cristina, tan modosita, en el camerino del Alfil. Así que se apuntó, aunque al principio la mujer llevaba fatal aquellos ejercicios del taller: orinar como un perro o maquillarse sin potingues ante un espejo imaginario.Pero luego sólo vivía para esas cuatro horas de las tardes, para ser la Lunaritos en un farsa, la primera obra que representó con Yeses bajo la tutela implacable de Elena Cánovas. Un día la vio Juan Carlos Talavera, un actor profesional de 26 años. Pensó: "Es un desperdicio que una actriz así esté entre rejas". Quién iba a saber que un día iban a trabajar juntos y que la presa aficionada llevaría las riendas de una obra tan áspera como la vida carcelaria. Juan Carlos le dijo y le dice que le hace mucha ilusión trabajar con ella, sentir su frescura a diario. "Ella la tiene, sin más, y nosotros, los actores profesionales, a veces tenemos que bucear para conseguirla", dice él mientras la mira. Ella baja los ojos y sonríe.

A Cristina le costó dar vida a la vieja descarada. Ella se sienta con las piernas bien juntitas, pero tuvo que meterse en la piel de alguien que se despatarra en la primera escena y que gasta busto generoso. Todo a base de oír las constantes pullas de Elena, su directora, que la bautizó como Sor Angustias y que logró que la vieja venciera a la mujer. Cuando el 4 de abril el Alfil represente su última orgía, Cristina volverá a ser una tabernera -trabaja en el restaurante de la familia de Elena- y a descubrir las calles de un Madrid que es más que Carabanchel. Regresará al recuerdo de sus hijos, que están en Colombia, y a la vida más fácil de acá, y no sabrá decidirse. Y pensará, eso es seguro, que le gustaría que diesen las ocho cada tarde y subir al escenario y que el escenario no tuviera nunca rejas.

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Sobre la firma

Ana Alfageme
Es reportera de El País Semanal. Sus intereses profesionales giran en torno a los derechos sociales, la salud, el feminismo y la cultura. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS, donde ha sido redactora jefa de Madrid, Proyectos Especiales y Redes Sociales. Ejerció como médica antes de ingresar en el Máster de Periodismo de la UAM y EL PAÍS.

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