Los límites del perdón
LA APROBACIÓN, el pasado sábado, de una ley de amnistía por la Asamblea de El Salvador con inusitada precipitación y con el apoyo exclusivo del partido del Gobierno, la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), y de sus satélites ha causado gran malestar en el país. El arzobispo de San Salvador ha hecho una protesta enérgica. La reacción internacional ha sido muy negativa, particularmente en Estados Unidos. Esa ley, preconizada por el presidente Cristiani desde el momento en que fue conocido el informe de la Comisión de la Verdad, mantiene en sus cargos a los responsables de los crímenes en él denunciados. Se trata, en definitiva, de un desvergonzado intento de hacer caso omiso de las recomendaciones de la comisión.Ésta fue creada y propiciada por la ONU en aplicación de los acuerdos de paz de enero de 1992, firmados por el presidente Cristiani y los jefes del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). Después de 12 años de una guerra civil que ha causado 80.000 muertos y numerosas denuncias de violaciones de los derechos humanos era indispensable que una comisión estableciese, con objetividad e independencia, la verdad sobre lo sucedido. Formada por el ex presidente de Colombia Belisario Betancur, el ex canciller de Venezuela Reinaldo Figueredo y el jurista norteamericano Thomas Buergenthal, llegaron a la conclusión de que las muy graves acusaciones contra la cúpula militar salvadoreña estaban fundadas. La orden de asesinar al padre Ellacuría y a sus compañeros de la Universidad Centroamericana (UCA) partió de los máximos responsables del Ejército. El asesinato del arzobispo Romero, en 1980, fue decisión del propio fundador de la Arena, Roberto d'Aubuisson, considerado como un héroe por la derecha salvadoreña. Por otra parte, la comisión denuncia también a varios jefes guerrilleros por haber cometido actos criminales.
El informe, como no podía ser menos a tenor de sus conclusiones, ha conmovido a la opinión pública nacional e internacional, pero la reacción inmediata del presidente Cristiani ha sido la de borrar cuanto antes las implicaciones del mando militar. El ministro y el viceministro de Defensa (responsabilizados por el informe de los asesinatos de seis jesuitas y dos empleadas de la UCA) siguen en sus puestos. No se ha destituido a los 40 generales cuya culpabilidad es obvia. También desprecia la demanda de la comisión de que sea destituido el Tribunal Supremo por haber encubierto los crímenes más horribles. Es más: no pocos militares y jueces lo recusan alegando que se ha cometido una injerencia intolerable en los asuntos internos de El Salvador. La realidad es que la sociedad salvadoreña, atemorizada por un Ejército indigno, ha necesitado la ayuda de organizaciones internacionales para poder conocer la verdad de su pasado histórico más reciente e iniciar el camino hacia la paz. El Congreso de EE UU, por su parte, quiere investigar hasta qué punto las administraciones de los presidentes Reagan y Bush, obsesionadas por su política anticomunista, falsificaron la verdad de lo que ocurría en El Salvador para lograr de los congresistas la aprobación de créditos para el Ejército salvadoreño.
El papel de la ONU ha sido decisivo, y será precisa su vigilancia en el cumplimiento de las resoluciones. Nadie quiere venganza. El FMLN ha aceptado que aquellos de sus jefes que han cometido crímenes queden excluidos durante 10 años de cargos públicos, como pide la comisión. Es evidente que habrá que promulgar algún tipo de amnistía para tratar de promover la indispensable reconciliación nacional. Ello evitaría una serie de juicios interminables que impedirían dar por concluida la guerra civil. Pero la ley dictada por Cristiani tiene unos efectos totalmente distintos: ampara a unos criminales que ni siquiera han manifestado deseos de rectificar su conducta y los mantiene al frente de las Fuerzas Armadas. Es la mejor manera de imposibilitar la recuperación de la paz y, al mismo tiempo, el salvoconducto para que los escuadrones de la muerte puedan seguir matando.
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