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Reportaje:RICOS ANÓNIMOS

"Las cinco estrellas traen malas compañías"

José María Carbó vive desde hace 23 años en las 'suites' de sus hoteles de lujo

Francisco Peregil

Gusta conocer cómo viven esos forofos de agenda proteica, cejas pobladas y billetera mágica que acompañan cualquier día laborable a la selección de fútbol cuando juega en Moscú o Rumania, que se enmontan en Baqueira Beret y aparecen en las fotos, traje negro y sonrisa grave, al lado de banqueros inabordables. Al escapar de vacaciones, por encima de las gorras de sus chóferes y desde el espejo retrovisor del Jaguar tapizado en blanco, casi puede verse todo lo que dejan atrás: piscinas cubiertas y descubiertas, más de 1.000 empleados y una cadena de hoteles como el Diana (tres estrellas), el Alameda (cuatro), el Moraleja (cuatro), el Barajas (cinco)... o el Santa Catalina (cinco), en Las Palmas, donde veranean los Reyes.

Se trata de personajes con habilidad suficiente para reunir un equipo de cuatro subordinados capaces de pilotar todas las naves en su ausencia; con -educación sobrada para tutear a los empleados mientras ellos le ustedean sin que el inferior se sienta agraviado.Hace 15 años, José María Carbó -que ahora tiene 57-escuchaba a pie de obra todos los trallazos con que los elegidos de Kubala apuntillaban los largueros de Europa. Comía con el mister, cenaba con el presidente de la federación y compartía baches a 10.000 metros de altura con jugadores y periodistas. Aún no se había graduado en el arte de no hacer nada durante el tiempo libre. Ahora responde al tipo de los que creen que ya vieron todo lo que tenían que ver. Que desde que salió para estudiar en la escuela hostelera de Lausana casi siempre durmió amparado por sólo cinco estrellas. Y que aprendió francés perfectamente; y a sus progenitores, dueños del negocio hostelero, con el diploma de Lausana en la boquita, les soltó que quería graduarse en mundología. La primera asignatura se llamaba Nueva York, la segunda México y la tercera Venezuela. De hotel en hotel, como una oca en un parchís, y como carta de presentación, la cosa de Lausana y la recomendación de su familia. Sobraba. Desde que el avión -de hélice- lo dejó en Nueva York, ha pisado muchas moquetas aéreas.

Hogaño mucho footing por el pueblo de Barajas, tenis, largos en la piscina cubierta del Alameda, esquí, comidas, telecincos y antenatrés a medianoche. Todo el barrio conoce al loco del pelo blanco que corre y come por los restaurantes de la zona. Es don José María, el hombre que sólo recibe a sus amigos en restaurantes o en cafés, y nunca los invita a su suite.

Escasa intimidad

La poca intimidad de que goza no es envidiada por mucha gente, pero no le preocupa. "Una vida correcta no exige excesivos celos". Además, así supervisa a todas horas el negocio, y puede mostrar varias caras a los subordinados. Porque en las horas de asueto les ofrece un trato más amistoso; y durante el trabajo, mayor frialdad.Dobla el espinazo con los viajeros de ansias volanderas -léanse jugadores y gente de mejor vivir- mientras su mano dura y zapatos negros se aferran a las mesas y las alfombras de la tierra. Tierra significa negocio; y negocio, vida, por aquel apotegma suyo de que los negocios hay que vivirlos. Por eso duerme en una suite del hotel Alameda, rodeado de los 140 empleados.

Hace años vivía en la habitación 136 del Barajas con su esposa, niños y la asistencia de las camareras. Un día se separó y decidió cambiar de hogar: viajó 100 metros más allá del Barajas y colocó sus libros, cuadros y zapatillas en una suite del Alameda.

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- Cuando entro en esa habitación, don José -le dice la limpiadora bajita del Barajas-, parece que le veo a usted ahí. Lo echamos de menos, señor.

- Yo a vosotras también -ninguna ofensa aparente por el tuteo.

Le molestaba al principio, hace 10 años, ver el hogar donde nacieron y crecieron tres de sus hijos, pisado y mancillado por los enseres de cualquier cliente. Todo fue acostumbrarse. Ahora, cada vez que los hijos se quedan 15 días sin madre, acuden al regazo de la 136.

El riesgo de la soledad

Mientras tanto, el padre se entierra en su oficina de hotel, rodeado de muchas monedas, cuadros en los que aparece saludando a los Reyes y una pizarra blanca manchada con apuntes personales y profesionales. Y mucho trabajo, demasiado; aunque siempre le queda la satisfacción de haber conocido escenas únicas como la señora despechada que sorprende al marido y a la secretaria, incendios del hotel que habían de apagarse procurando que no se enterasen los huéspedes y ratasdehotel que se colaban con maletas llenas de periódicos. Le queda también el orgullo infantil de poder estrujar las manos de amigos que le cantan tangos, como Joan Manuel Serrat; que improvisan zarzuelas en el vestíbulo, como Plácido Domingo; que saborean sus paellas en la piscina, como Julio Iglesias, o invaden el Barajas como una segunda casa: El Cordobés y José María Manzanares.Todo eso acarrea el riesgo de la soledad, pero con ella logró tutearse hace tiempo; ahora teme más a las malas compañías. Un mundo tan atractivo como el de las cinco estrellas, dice, "trae malas compañías"; gente de buen vivir, con sección fija en las revistas del corazón, nombre, renombre y pocos duros que encestar en el bolsillo del recepcionista. Vegetan una semana y se van, insultantes y altaneros, sin pagar, corbata Loewe y zapatos de 20.000 pesetas, aireando un poco de escándalo, entre rebudios de amargura. Son las cucarachas de las cinco estrellas, y con ellas aprendió de la vida.

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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