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Fiestas de primavera en los palacios de O'Donnell

Se han ofrecido la vez con delicados modales antes de hundir el índice en ese promiscuo jardín del edén

La mitad de esta historia transcurre en un lugar difícil de ver. No sólo hace falta agacharse sino atreverse. Todavía por la mañana algunos jubilados cruzan,_subiéndose las solapas -es también la estación central de los vientos de la meseta-, y disimulando su temor mientras miran a los lados. Pero por la noche... por la noche es el lugar más exigente de Madrid: por allí sólo pasan los que no temen que Pepe El Sardina les pinche, les robe o les asuste: Pocos. Muy pocos.

Esta noche sin embargo es distinta. No sólo una luna que parece un globo flota sobre El Retiro, afuera, sino que El Sardina ha decidido celebrar el portentoso hallazgo, en un pantalón arrojado a la basura, de un décimo de la Loto que valía un kilo. Nada menos. También los quinquis tienen suerte. Si la justicia es ciega, más lo es el azar. De modo que esta noche es la fiesta de Pepe, y todo el que cruce por el paso subterráneo de O'Donnell, su guarida, está invitado. Sucede que son ya las diez y no pasa nadie; El Sardina se impacienta. Además, no sabe cómo se come el caviar iraní que ha comprado en una tienda de Velázquez. Sólo sabe que lo comen los ricos.

La otra mitad de la historia se desarrolla unas cuatro docenas de metros más arriba, en vertical, justo en uno de los tres lugares más visibles de Madrid, las torres de Valencia, y sin duda alguna el más feo. Eso tiene mucho mérito y le da una especie de prestigio de bandolero. Sus fastuosas vistas son más gozosas todavía para sus doce docenas de moradores cuando recuerdan que las cerca de 416.000 docenas de madrileños restantes no sólo no las disfrutan sino que van ya para dos o tres docenas de años que tienen que tragar todos los días con la cacicada, que además estropea las mejores vistas de la ciudad. Eso en España siempre da mucho gusto. Pues bien: en uno de los pisos más altos de las Torres de Valencia, Eusebio Herráiz de Luarca y Ascaso Cruzado, más conocido por Madrid en su organización, comienza a inquietarse.

Nadie le entendería: Una suave música de clarinetes y segunda guerra mundial reanima a media docena de calvos, el alcohol es el mejor, y las mujeres, muy guapas: un par de ellas han venido especialmente de Barcelona y Londres. Además, cualquiera que salga a la terraza puede -siempre y cuando logre superar la barrera de rejas impuestas por el arquitecto- tocar la luna con la mano: hace una hora que se asoma a la ventana pidiendo entrar y eso sí que no estaba calculado. Entonces, se pregunta Madrid mientras cuenta de nuevo a sus invitados, ¿por qué no llega? Es ya medianoche.

Muy sencillo: su invitado no llega porque Pepe el Sardina ha decidido que sea el suyo. Desesperaba ya de comerse la gelatina esa gris, brillando y latiendo en el frasco a la luz mortecina de medianoche en el paso de O'Donnell, cuando sus oídos de animal le alertaron de que alguien se atrevía por fin a bajar a su caverna. Cualquier otro día de su existencia, que no será muy larga, al Sardina le habrían brillado los ojos y una navaja aparecida de pronto en la mano con un suave quiebro de la muñeca. Pero esta noche que anuncia ya la primavera Pepe el Sardina sólo quiere beber y comer (lo de sardina le viene de su habilidad para husmear en los cubos de basura), y se siente generoso, incluso espléndido. El que baja no es pues una víctima, sino el primero de sus invitados.

"¿Sabe usted cómo se come el caviar?", ha preguntado El Sardina al transeúnte y, por qué no, así ha comenzado la fiesta. El transeúnte ha dicho que regándolo con vodka y untándolo en tostadas con mantequilla, y, vista la enormidad de la decepción, le ha dicho que también con el dedo haciendo de cuchara. Para qué hablar más. Han destapado un frasco y sé han ofrecido la vez con delicados modales antes de hundir el índice en ese microscópico y promiscuo jardín del Edén. Luego han descorchado vodka y han repetido, qué remedio. ¿Acaso había alternativa?

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Ahí están El Sardina y su invitado, rodeados de meados de perro, metiéndole mano a la segunda docena de latas de caviar. Les sentará mal, pero mejor así: de otro modo el invitado ya tendría su cerebro untado contra la tostada de asfalto de Menéndez y Pelayo, tras haber caído a causa de un supuesto mareo. Que eso sí estaba previsto. Peligros de la luna llena.

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