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La justicia del 'sheriff'

Hablo de memoria, pero creo que el recuerdo me es fiel, aunque han pasado algunos años. Había tenido lugar un juicio a funcionarios de la Administración militar, acusados de un delito grave. Los personajes de un conocido humorista paseaban sus preocupaciones por la piel de toro; y a la pregunta de uno de ellos por el posible sentido del fallo que se esperaba, respondía el otro, en plena vena escéptica: "A mí, ¡con que no me los condecoren!".El escéptico de entonces sería cronista de ahora, a juzgar por las noticias difundidas hace unos días sobre las vicisitudes de una sentencia judicial por torturas contra guardias civiles, pura y simplemente incumplida.

En materia de relaciones ejecutivo-judicial hay un lugar común, que creo cuenta con apoyo empírico más que sobrado, consistente en la evidencia de que el primero es, quizá, el peor de los justiciables. El más resistente frente a las resoluciones de los jueces. Predispuestos, además, con técnica de calamar, a cubrir sus incumplimientos mediante el generoso vertido de sospechas de ilegitimidad sobre lo actuado por la jurisdicción.

En apoyo de esa actitud se invocan, la mayoría de las veces, imperativos de necesidad política. Por fortuna, ésta transmite en una clave que no suele ser IntelIgible para quienes se mueven en el espacio un tanto abstracto que es el principio de legalidad.

Resulta así que los valores representados por una instancia -la judicial- cuya relevancia en el diseño ideal del Estado de derecho nadie discutiría, y nadie discute, al menos desde la oposición, se convierten enseguida en obstáculo para quienes llevan el peso de las tareas de gobierno. Aquí, todo lo que no es dócilmente funcional a la gestión actual de la coyuntura más inmediata se traduce en insoportable factor de ingobernabilidad. En este terreno ocupan un lugar de primer orden las garantías y el respeto a algunos principios y derechos fundamentales.

Aquéllas y éstos, defendidos con tenacidad frente al poder antidemocrático, proclamados con fervor en el momento constituyente, invocados con generosidad cuando gobernaban otros, pasaron sin solución de continuidad a ser la dimensión incómoda, perturbadora incluso de la democracia. Precisamente cuando la democracia, se decía, habría alcanzado sus cotas más altas de realización.

El fenómeno tornó cuerpo en una falacia ampliamente difundida en estos años: la exigencia garantista deja de tener o pierde parte de su sentido frente al Gobierno legítimo, y más si ungido por un superávit de legitimación por el respaldo de una abrumadora mayoría.

Cuando ese poder es la policía, lo que se pide para ella es tolerancia con una política de manos libres. Más libres cuanto mayor sea la entidad de los problemas a los que ha de hacer frente. Ayer el terrorismo, hoy la droga.

Cualquier perplejidad manifestada sobre la bondad de la propuesta encontrará una respuesta ad hominem, codificada: el problema está en el que duda, que, seguramente, no ha depurado su subconsciente de reminiscencias policial-franquistas.

Desde ese presupuesto, se calificó de "terrorismo psicológico" el simple ejercicio de la jurisdicción en un caso de tortura por un tribunal del País Vasco; se practicó el linchamiento político e incluso ¡jurídico! con una magistrada bien conocida, que cumplía con su deber constitucional; se han demonizado las dudas de inconstitucionalidad sobre una ley lamentable...

Desde ese presupuesto, el tormento, sobre el que Marcos Gutiérrez, un insigne procesalista de principios del XIX español, prefiere guardar silencio para no manchar las páginas de su obra, encuentra hoy una comprensión y una tolerancia intranquilizadoras en las del Boletín Oficial del Estado, de un Estado de derecho de la Europa de finales del siglo XX.

Es difícil entenderlo; como no debe ser fácil explicarlo. Así, no parece que el acuerdo del Consejo de Ministros cuente con una fundamentación convincente; que tampoco lució en las palabras embarazadas del responsable del Interior ante el órgano de expresión de la soberanía popular.

Con ello resulta que un acto de puro decisionismo inmotivado deja sin efecto una sentencia firme, se coloca por encima de la ley, y llega a la opinión, como hecho consumado, sólo porque, afortunadamente, hay periodistas que, inasequibles al aburrimiento, bucean con celo encomiable en la letra menuda de la Gaceta.

Resulta también que razones de gobierno, inescrutables por su opacidad, limitan de facto la operatividad de valores constitucionales de incondicionada vigencia. Y siembran el desconcierto mediante un ejercicio difícilmente comprensible del indulto, que, sin embargo, no beneficia a un sinnúmero de delincuentes por delitos menores, que no pusieron en riesgo ningún derecho fundamental, ni actuaron defraudando la confianza de las instituciones. Se sugiere así un paradójico sentido de la jerarquía de bienes jurídicos dignos de tutela.

La lección puede ser terrible, por decepcionante: algunos principios son sólo un recurso estético. Sirven, ocasionalmente, para ganar elecciones o hacer oposición, pero no tanto como instrumento de gobierno. Hay, o parece haber, una preocupante continuidad de las técnicas de gestión del orden público que hace que las posibles discontinuidades en otros ámbitos sean en éste un simple juego de vasos comunicantes, por vía de desagües.

Pero, tranquilos, ¡aquí no pasa nada! Y los escépticos en materia de vigencia de algunas garantías ya saben: ahora los argumentos son de peso. Se cuentan por kilos de sustancia aprehendida (no importa el cómo ni la que siga afluyendo al mercado, que soporta tan bien esos embites); se miden por miles de personas detenidas a ojo. A despecho de lo que ocurra después en los tribunales, que incluso no interesa. Porque en tiempos de alta velocidad la justicia ha anticipado sus momentos de intervención; ha agilizado hasta el límite los procedimientos. Ha descubierto la figura del sheriff. Y si al final a éste, no obstante ser tan rápido, llegara a escapársele algo, siempre puede ponerse después remedio a la situación. Como ahora. Con un poco de gracia. Yo no hablaría de derecho de gracia.

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