Refugiados en la vida
El centro Basida, de Aranjuez, acoge a 30 seropositivos y funciona sin ayudas oficiales
"Me siento caminando dentro de un sarcófago": Paco tiene 39 años y una vida truncada. Primero fueron el jaco (heroína) y el perico (cocaína). Luego, los anticuerpos. Ahora, el sida terminal. Paco alberga un deseo: "Morir con armonía". Espera sentado al sol de primavera en Basida. Es una finca de Aranjuez, nacida hace dos años por iniciativa de un grupo de católicos con más valor que ayudas, denegadas por varios ministerios y por el Gobierno regional. Aquí viven 30 seropositivos. La muerte es compañera habitual. Pero la vida también.
"Yo soy de los últimos románticos capaces de pasiones subversivas y cotidianas. Trabajaba en cine y televisión, pero ya estoy de capa caída. Ahora, un resfriado es un lujo". La voz de Paco se va oscureciendo, como la cara, que ya revela el zarpazo de la enfermedad." No te excites, que se te va el aire", aconseja Enrique.
Paco pide un vaso de agua para ayudarse en el relato: heroinómano desde los 19 años, después cocainómano. Seropositivo a los 26, aunque lo supo cinco años más tarde. Idas y venidas. Cuando se desenganchó de la droga, la inmunodeficiencia ya no tenía remedio.
"Al principio, ni lo aceptas ni lo admites. Luego, ves que es inevitable, que vas a seguir el mismo camino que otros, y quieres morir en armonía", continúa.
Enrique, un vallecano de 30 años y heroinómano desde los 14, vuelve con dos vasos de agua. Camina con dificultad. Le fallan las piernas, pero no el humor. "Cuando me ponía [drogabal me sentía un inútil. Ahora no. Tengo muchas ganas de vivir, y eso me hace tirar para adelante", reflexiona.
" Claro que me sigue gustando la heroína". A Enrique se le achispa la mirada antes de recomendar a los yonquis: "Que se abran". Que lo dejen, que él sabe de sus huellas amargas.
Para él, la resignación no va sola. "Todos nos tenemos que ir, y no me como el coco por eso. Soy terminal, pero tengo esperanza". También tiene una pena grande: no le autorizan ver a su hija de seis años, acogida por una familia.
Los dos hombres se quedan sentados al sol. Hilan recuerdos y alguna humorada. Esto no es un lazareto. No precisamente. Aquí la muerte se agarra a la vida. Y viceversa. "Casa de sida, casa de vida", como dice una de las fundadoras, Cristina Alonso, de 25 años.
Parejas, no
En Basida, ésa es la pelea cotidiana. En la víspera de la visita periodística murió uno de los residentes, Lorenzo, de 30 años. Todos lo saben. Nadie lo menciona. Tampoco es tabú: es supervivencia."Yo al principio me decía: ¿qué hago aquí, si cada semana se mueren dos". Me costó un montón aceptarlo. No puedo pensar que me voy a morir. Me tomo la vida como una persona normal", reflexiona Jose, ex heroinómano de 35 años. Cuando él se enganchó, hace 15 años, no sabía qué era un mono ni un yonqui. Ahora prefiere no preocuparse por los anticuerpos que viven en él. Cuando se acabe, se acabó. Pero quizás ni siquiera se acabe. "A lo mejor aparece una pildorita que nos lo quita". Jose está fuerte. Trabaja duramente. Los chicos que pueden se encaraman al andamio para arreglarlo que fueron cochiqueras, o trabajan en el taller de cerrajería. Es importante tener actividad, ser útil.
Jose está alegre. Ha recuperado "los valores perdidos con la jeringa". No echa de menos nada. Bueno, si acaso, una mujer, porque en Basida están prohibidas las relaciones de pareja. "Cuando salgo, pongo mis cuidados. Una cosa es ser yonqui, y otra, despreciable". Manuel Cerrato, maestro y uno de los fundadores del centro, justifica la restricción: "Las relaciones sexuales alteran la terapia de grupo que seguimos".
Paco, Enrique, Jose... En los dos años de existencia han pasado por Basida 200 personas. Cincuenta han muerto. Más de 100 se han ido. De los 35 que viven ahora, seis son mujeres. Todos tienen entre 20 y 39 años. La excepción es Matilde, la abuela, una leonesa enferma de sida que anda por los sesenta. Se ampara en el silencio. "Eso es demasiado preguntar", dice por toda respuesta.
De los residentes actuales, sólo cinco carecen de anticuerpos. Están ahí para desintoxicarse. Otra media docena son enfermos terminales -algunos, excarcelados por este motivo-. También hay cuatro jóvenes que cumplen aquí su condena.
Chencho es uno de ellos. Llegó desde el penal de Ocaña hace cuatro días. Tiene 25 años, los cuatro últimos pasados en diversas cárceles por delitos de robo. "Que yo sepa, me quedan dos y medio de condena, como mucho". Robar para pillar, adicto desde los 16. Aquí se siente libre y querido. Tiene anticuerpos. "No me he puesto a pensarlo. Sé que tengo que vivir con eso".
Vivir con eso. Morir por eso. "Aquí vemos la muerte como un paso más de la vida. Usamos la más vieja terapia: ternura y amor", explica Cristina, filóloga y auxiliar de clínica. También está la voluntad. La religión no es obligatoria.
El equipo de 16 voluntarios que ha levantado Basida sobre lo que fue un criadero de cerdos tiene, sobre todo, ganas de ayudar. La edad media de estos trabajadores gratuitos es de 25 años. Si algo lamentan es la falta de medios económicos. "Vivimos de la providencia", dice Cristina.
Los ingresados que disponen de alguna pensión pagan la mitad de ésta. Los que no tienen nada, nada aportan. La única ayuda oficial recibida en dos años han sido 250.000 pesetas del Ayuntamiento de Aranjuez. "Todos nos han negado una subvención; desde el Ministerio de Asuntos Sociales a la Comunidad autónoma, pasando por Asuntos Penitenciarios, que nos manda presos. Sólo recibimos algunas aportaciones privadas", dice Cristina. Manolo puntualiza: "El año pasado pedimos nueve subvenciones. No nos dieron ninguna, por falta de fondos o porque no nos consideraban un programa prioritario". Anteayer volvió a presentar la enésima solicitud, esta vez en el Ministerio de Asuntos Sociales. "Aquí no tiramos la toalla".
De toallas y atuendos saben mucho en la lavandería. Está en manos de mujeres como Sara, de 26 años y heroinómana desde los 15. Tiene una hija de seis. "Antes vivía en el alambre. Ahora tengo ganas de salir, pero tengo que sentirme preparada". Entre la ropa también encuentra refugio Miguel, de 34 años. "Lo mío es distinto. No me inyecto. Soy homosexual".
El taller, la lavandería, el gimnasio. Las habitaciones que los residentes decoran de manera inesperadamente infantil. Todo puesto en marcha con más voluntad que medios.
En la finca, situada junto a la vieja estación de Las Infantas, Paco sigue sentado al sol: "En la calle, la gente es mi enemigo. Aquí es al contrario. Los enfermos son los de fuera".
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