Bosnia como pretexto
En un artículo ya viejo señalaba yo las peligrosas virtualidades del conflicto surgido en la antigua Yugoslavia. Y no sólo por los sufrimientos que está causando y de los cuales los medios de comunicación nos dan una versión que -por primera vez en la historia, y eso es un indudable avance- hiere nuestra sensibilidad, sino por su capacidad de expansión y de causar daños mayores.Desde entonces los hechos no dejan de avalar tan siniestra hipótesis. La guerra continúa en Bosnia y amenaza con extenderse a Kosovo y Macedonia. Y esta posibilidad se vive en Turquía como provocación y su inhibición mediante una acción bélica antiserbia produce idénticos efectos en Moscú.
Los turcos se interesan cada vez más en la suerte de sus hermanos musulmanes, como el presidente Ozal dejaba claro el otro día en estas mismas páginas. La solidaridad de Ankara con Tirana y Sofía -donde un partido turco decide la suerte de Gobierno- es cada vez mayor. Y detrás de las preocupaciones turcas late, como alternativa aún más peligrosa, la amenaza del integrismo islámico. ¿Habrá que hacer caso a la Umma si no se atiende al neoimperialismo turco? Y digo imperialismo sin ningún sentido peyorativo, antes al contrario, como simple constatación admirativa de las capacidades y posibilidades de un país de rápida expansión demográfica y crecimiento económico, posición estratégica privilegiada, muy importante capacidad militar, cabeza indiscutible de una región que va desde los Balcanes al Asia Central. Tal país, vital para toda estrategia occidental, tanto dentro como fuera de área, es el único de la zona con un sistema político y social razonablemente estable y capaz, por tanto, de ser un interlocutor para Estados Unidos y las democracias europeas. ¿Hasta cuándo podrán los occidentales, en tales condiciones, inhibir la atención turca en los Balcanes?
Pero si el interés turco en el conflicto yugoslavo es creciente, no lo es menor el ruso. Ortodoxos, nacionalistas y comunistas ven en Belgrado al hermano de raza y fe y cada vez estarán menos dispuestos a abandonarla en manos de quien, hasta ayer, era el enemigo natural.
Los síntomas de intranquilidad rusa ante el conflicto bosnio se han multiplicado en los últimos meses. Políticos, diplomáticos y militares han dado público testimonio de ello. Y de ahí la sabia decisión norteamericana de enviar como mediador, no sólo a Belgrado sino a Moscú, al embajador Bartholomew, uno de los hombres más prodigiosamente inteligentes y hábiles que hoy conocen las relaciones internacionales.
Pero cualquiera que sean las opciones manejables, es evidente que los Balcanes no se pacificarán sin atender a determinados imperativos de la geografía y de la historia. Y si no se pacifica la región, la tensión aumentará, no ya entre los contendientes, sino entre sus vecinos y potenciales aliados de la periferia, potencias grandes cuando no superpotencias, capaces entre todas de generar en cadena un conflicto mucho mayor.
A mi juicio, estos imperativos son cuatro. Primero, la restauración de los Estados históricos, de los cuales Croacia y Serbia son los principales. De ahí que la polémica respecto de tales reconocimientos fuera estéril; y que lo fuera después de haber aplicado criterios mecánicos de reconocimiento a otros supuestos Estados. De ahí, también, que Montenegro aspire ya a la plena independencia respecto de Serbia. Quienes en su momento defendimos la ineludible independencia de Eslovenia y Croacia, podemos ahora recordar que Serbia tiene también legítimas aspiraciones nacionales. Si es preciso condenar el horror de la guerra y, más aún, los crímenes cometidos con ocasión de la guerra, no lo es menos tomar en cuenta los hechos que subyacen al conflicto y que tienen una fuerza normativa indiscutible desde hace cientos de años.Segundo, los repartos étnicos son absolutamente imprescindibles, y la comunidad internacional debiera cuidar, no condenarlos retóricamente, sino de vigilar para que su realización se haga respetando los derechos humanos. Los últimas propuestas Vance-Owen iban, aunque tímidamente, en esta dirección. Sólo así serán viables una o varias configuraciones políticas musulmanas en aquella triste zona.
Los derechos humanos son un valor absoluto, pero no basta con enunciarlos. Si de verdad se cree en ellos, es preciso asegurar su práctica vigencia. Y eso no ocurre en el espacio abstracto de los geómetras o de los burócratas, sino en muy concretos espacios sociales, históricamente determinados. Cada hombre goza de verdad de los irrenunciables derechos de todo hombre, debidamente integrado en una comunidad que pueda considerar como propia. Y la integración política no se decreta; se procura. En bajos estados de desarrollo la tesis es aún más cierta.
Tercero, es preciso impedir intervenciones unilaterales de terceros y mantener el conflicto balcánico al margen de los muchos problemas que el mundo islámico plantea y planteará. La puesta en contacto de dos reacciones explosivas no hace sino amplificar peligrosamente la explosión.
Cuarto, es conveniente implicar al ejército ruso, muy necesitado por cierto de acción y de prestigio, en las tareas de restablecer y mantener la paz. La potencia rusa ya ha sido vencida al fin de la guerra fría. Ahora es preciso reintegrarla activamente en el concierto de las naciones, como los aliados supieron hacer con Francia en 1815 y no hicieron, a tiempo, con Alemania en la primera posguerra mundial. La colaboración rusa en los Balcanes sería una gran ocasión para ello.
Frenar, y a la vez proteger a Serbia, no se consigue con bombardeos ni bloqueos. Exige una presencia física. Y esta presencia no puede venir de los enemigos religiosos, étnicos o políticos, o de quien, con razón o sin ella, es sentido como tal. Nadie mejor para darla que los parientes y correligionarios.
El nacionalismo serbio, guste o no, es uno de los fenómenos más poderosos de la Europa contemporánea, y tan bullente que requiere un estrato protector. En 1911 se perdió la ocasión de incluirlo, voluntaria y pacíficamente, en el complejo austro-húngaro y aún pagamos las consecuencias de ello. Ahora, tal vez, fuera la oportunidad de Rusia, más aceptable por lejana en el espacio y próxima en los afectos. Con ello se serviría no sólo a la pacificación de los Balcanes, sino a la estabilidad de la propia Rusia.Miguel Herrero de Miñón es diputado en el Congreso por el PP y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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