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EL LABERINTO DE LA ADMINISTRACIÓN

Sumario robado, caso cerrado

Los ladrones de juzgados, además de destruir pruebas, intentan inculpar a los jueces

La destrucción de las pruebas de un juicio mediante la sustracción de efectos y documentos de los juzgados tenía como propósito común, al menos hasta ahora, dar al traste con el proceso y evitar la condena de los implicados. Sin pruebas no se puede condenar, y ése fue el propósito tanto de quien hizo desaparecer los casquillos de bala del caso Urquijo como de quienes intentaron robar el sumario del caso Ruiz-Mateos. Pero los ladrones han elevado el listón y ya no se conforman con la exculpación de sus cómplices. Ahora pretenden hacer juzgar al juez, tomando como prueba para la condena los papeles que le han robado.

Es esta última modalidad la que se ha intentado poner en práctica para remover al juez Baltasar Garzón de la instrucción del sumario contra el traficante de armas Monzer al Kassar. Utilizando unas notas aparentemente manuscritas por Garzón y sustraídas de su despacho por un autodenominado Duende del Portón, los abogados de. Al Kassar trataron de incriminar al magistrado en delitos de prevaricación y falsedad por una imaginaria "reconstrucción" del sumario. La denuncia, sin embargo, ha ido al cesto de los papeles con el plácet de la junta de fiscales de lo penal del Tribunal Supremo.Similares intenciones proyecta el espionaje a los jueces, del que también Garzón ha sido víctima, a cargo de dos equipos distintos de detectives privados. Pero no ha sido el único. Poco después de que el juez de Sevilla Angel Márquez adquiriese notoriedad COMO instructor del caso Juan Guerra, los policías que le ayudaban en su investigación denunciaron la intervención de sus teléfonos Desde entonces, cualquier consulta entre juez y policías se realiza personalmente, hasta el punto de que el teléfono en la unidad policial es prácticamente un elemento decorativo.

Estas sustracciones de documentos o el espionaje a los jueces son los últimos episodios de una larga lista de indicencias que, en contra lo que pudiera parecer, rara vez consiguen desbaratar el juicio, propósito más común buscado por los ladrones. Al menos, ésa parece ser la conclusión más relevante en el desenlace de tentativas y robos de sumarios ocurridos en los últimos años.

265 casquillos

El robo de pruebas judiciales por antonomasia fue la desaparición, nunca aclarada, de los casquillos de bala del caso, Urquijo. El mismo día de iniciarse el proceso se tuvo conocimiento de que la principal prueba de cargo contra Rafael Escobedo Alday, acusado del doble asesinato de sus suegros, los marqueses de Urquijo, había desaparecido del juzgado de Instrucción un año antes. Se trataba de confrontar los 265 casquillos recogidos en una finca de los Escobedo con otros cuatro recuperados en el dormitorio de los marqueses asesinados, y todos habían desaparecido.La sustracción pretendía causar la suspensión del proceso para que unos meses después Escobedo tuviese que ser excarcelado por cumplimiento del máximo tiempo en prisión sin juicio. El escándalo fue mayúsculo, pero ni siquiera la desaparición de esta prueba fundamental pudo impedir que el juicio siguiese adelante y concluyese con una sentencia de 53 años de cárcel para Escobedo.

No fue exactamente de un juzgado, sino del Ayuntamiento de Pelayos de la. Presa, de donde desapareció la pistola del caso Urquijo. Unos niños encontraron el arma en el pantano de San Juan, donde la había arrojado Javier Anastasio de Espona por encargo de su amigo Rafi Escobedo. La pistola hubiese resultado inapreciable como prueba en el caso, pero su desaparición, tampoco aclarada nunca, no impidió el procesamiento de Anastasio y que el fiscal pidiese para él 60 años de cárcel como coautor de los asesinatos. Anastasio huyó a Brasil aprovechando su libertad provisional.

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En Madrid, los robos a juzgados proliferaron con mayor intensidad a mediados de los años ochenta. Los juzgados de distrito de la calle María de Molina, por ejemplo, fueron asaltados siete veces entre los años 1986 y 1987. Los ladrones tan pronto se llevaban escopetas de caza, radiocasetes o pequeñas cantidades de dinero en metálico, como los documentos correspondientes a 300 juicios de faltas, 200 asuntos civiles o todos los libros de registro.

En el Palacio de Justicia de las Salesas, por entonces sin apenas vigilancia, la creciente inseguridad movió al Tribunal Supremo a instalar en una cámara acorazada el dispositivo donde los magistrados y un equipo de secretarias redactaron la sentencia del 23-F para evitar sustracciones.

Escondido en un armario

La medida no era baladí, como se demostraría años después. El pasado 17 de diciembre, el magistrado de Sevilla Conrado Gallardo daba los últimos retoques al fallo que condenaba a Juan Guerra a un año de prisión y 35 millones de multa por delito fiscal. Al regresar a su despacho tras una breve ausencia, comprobó que el borrador de la sentencia había desaparecido. Gallardo convocó a la prensa para adelantar su resolución y evitar así que alguien la aprovechara.El mismo caso Juan Guerra originó que el juez Ángel Márquez descubriese una mañana que la mesa de su despacho estaba desordenada y algunos objetos del escritorio, entre ellos el teléfono, habían modificado su posición. La denuncia quedó archivada.

Con tales antecedentes, imposible evitar las suspicacias en torno al cambiazo de billetes del caso Ollero. En contra de la orden judicial de custodia de los 22 millones pagados por la constructora Ocisa a Jorge Ollero, entre el banco y los empleados de una empresa de transporte se deshicieron del precinto y dieron curso al cuerpo del delito, los billetes de 10.000 pesetas intervenidos por la policía. Afortunadamente, en el acta judicial se habían anotado los números de serie y con ello quedó preservada la prueba.

El robo del sumario de José María Ruiz-Mateos, de tintes rocambolescos y preparado en sus mínimos detalles, falló por una simple coincidencia: en pleno mes de agosto, la secretaria de causas especiales del Tribunal Supremo, Herminia Palencia, trasladó los principales documentos a su despacho, dotado con aire acondicionado, para hacer algunas comprobaciones.

José Luis Ruiz Parra, un individuo del entorno de Ruiz-Mateos que había pernoctado en un armario del Supremo, casi enloqueció buscando entre legajos los tomos del proceso siguiendo las indicaciones que recibía por un transmisor. Su detención condujo a la de sus otros dos cómplices cuando acudieron a recoger las guías de teléfono que la Guardia Civil hizo pasar por el sumario.

Desorden en depósitos

La desaparición de los casquillos del caso Urquijo dio pie al Ministerio de Justicia para crear depósitos en Bilbao, Sevilla, Valencia y Zaragoza, con el bienintencionado propósito de mejorar la custodia de las "piezas de convicción" o pruebas materiales que deben exhibirse ante el tribunal.Sin embargo, en diciembre de 1989, una representación de los joyeros españoles denunció ante Justicia que las alhajas recuperadas por la policía como botín de atracos no eran devueltas en su totalidad. El decano de los juzgados de Madrid, Antonio García Paredes, reconoció que la mayor parte de las pérdidas estaban relacionadas con el desorden en los depósitos judiciales. Otras desapariciones de joyas quedaron justificadas en sumarios abiertos a miembros de la mafia policial.

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