Prisioneros de los serbios y promesas rotas
Esta historia trata de mentiras, compromisos engañosos y promesas rotas, aparte de todo lo demás.Para mí, empezó el verano pasado, cuando recibí una carta del presidente de la República Federal de Yugoslavia, Dobrica Cosic, en la que me invitaba a dirigir una comisión de investigación en los campos de prisioneros de esa tierra atormentada.
Como preparativo para la misión, algunos representantes del Congreso Judío Mundial y yo nos reunimos con Cosic en Londres, durante una conferencia internacional sobre Yugoslavia. A petición mía, Cosic instó al líder serbio de Bosnia, Radovan Karadzic, a cerrar los campos de prisioneros en su territorio. Karadzic accedió, y él y Cosic hicieron la misma promesa en la conferencia.
En noviembre, durante una visita a Belgrado y Sarajevo, pregunté a Cosic y a Karadzic si habían mantenido la promesa. Su respuesta fue ambigua. Pronto descubrí por mí mismo que todos los campos seguían abiertos.
Visité uno de los campos más tristemente famosos, Manjaca, cerca de Banja Luka. A pesar de que el comandante Bozidar Popovic había asegurado que su campo estaba en regla, descubrimos unos 3.000 prisioneros (la mayoría musulmanes, algunos croatas, un alemán) que vivían en deplorables condiciones: hacinados, 600 en un mismo barracón, sin calefacción y con escasa ropa; estaban tumbados sobre el suelo, apretados unos contra otros, como espectros humanos.
Me permitieron hablar con unos 15 prisioneros. Consintieron en que les elegiera al azar y me reuniera con ellos en la enfermería sin la presencia de funcionarios ni vigilantes. Le insistí al comandante en que me prometiera que los hombres no saldrían perjudicados como consecuencia de nuestra reunión. Me dio su palabra y yo quise creerle. Los corresponsales extranjeros en Belgrado me habían dicho que era "duro pero justo".
Los prisioneros se quejaban de su aislamiento del mundo exterior, de la incertidumbre sobre su futuro, de la falta de contacto con sus familias. ¿Había más? Probablemente. ¿Tenían miedo? Desde luego. Aunque no todas las historias sobre las atrocidades fueran ciertas, muchas de ellas sí lo eran.
Poco después de nuestra visita, cerraron ese campo "en nuestro honor", como Karadzic le dijo en una carta a un periodista italiano. Hasta aquí, muy bien. Y mejor todavía, decían que todos los prisioneros de Manjaca habían sido entregados al Comité Internacional de la Cruz Roja.
Pero el mes pasado llegaron horribles noticias: no todos los prisioneros habían sido liberados. Cerca de 500 habían desaparecido. Lo que más me atormentaba era que muchos de los que yo había entrevistado habían sido seleccionados para castigos especiales y transferidos a un campo todavía peor, Datkovic. Los hombres a los que pretendimos ayudar salieron perjudicados con ello, un acto de fraude que plantea un dilema moralmente doloroso: ¿Cómo se pueden proseguir los esfuerzos humanitarios si las víctimas acaban pagando el precio?
¿Qué puede hacerse entonces para detener el odio asesino que engulle los Balcanes? ¿Qué puede hacerse para cerrar los campos de prisioneros y levantar el sitio de Sarajevo? La decisión del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas de establecer un tribunal internacional de crímenes de guerra es acertada. Pero su puesta en práctica requerirá tiempo. ¿Es una intervención inmediata la respuesta? Sí, pero al más alto nivel.
En estos momentos, sólo un gesto imaginativo, espectacular, por parte de la comunidad internacional podría servir de algo. Que el presidente Clinton convoque una cumbre en Sarajevo. Que invite a todos los líderes de los Balcanes y a los presidentes de las cinco antiguas repúblicas yugoslavas. Los líderes de la cumbre podrían decirles a los antiguos yugoslavos lo que Jimmy Carter dijo a Anuar el Sadat y a Menájem Begin en Camp David: que no se marcharían de allí hasta que no se alcanzara un acuerdo.
¿Puede hacerse? No lo sé. Lo único que sé es que, aparte de todo lo demás, y en lo que respecta a las autoridades serbias, me siento traicionado.
fue premio Nobel de la Paz en 1986.
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