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Corea del Norte, prisión de régimen abierto

Viaje desde una China en pleno cambio al último bastión del comunismo inmovilista

Juan Jesús Aznárez

Las jugadoras de balonmano chinas abordan en Pekín el tren hacia Pyongyang con las maletas llenas de comida porque han oído que en Corea del Norte se pasa hambre. Es la primera vez que compiten en la nación más oprimida del mundo y sospechan que son ciertas las privaciones y desgracias relatadas por viajeros. Salen de la capital china por la tarde, cruzan de noche los arrozales y ríos helados del sur de Manchuria, cambian de vagones en la frontera y 24 horas después entran en Pyongyang. Salieron de una estación con comida y sin libertades y llegaron a otra gris, triste, donde nunca hubo libertad y ahora escasea el rancho.

La Embajada norcoreana en Pekín no concede visados, de prensa cuando se trata de solicitudes por libre, y se hace necesario el permiso de turista, debidamente pastoreado, para poder embarcar en el convoy de las deportistas y visitar durante una semana la nación de 20 millones personas que un gobernante con ínfulas de mesías convirtió en una prisión de régimen abierto. Desaparecida la URSS, Rusia estableció su comercio con Pyongyang en dólares, y, reconvertido en capitalista el comunismo chino, los administradores de Deng Xiaoping exigen ahora el pago de sus mercancias en divisas. Kim Il Sung, el "gran líder, cuya potencia envidian las fuerzas de la naturaleza", según sus exégetas en vida, y Kim Zong II, su hijo y "querido dirigente", sufren los embates más duros desde que Corea quedó dividida en dos hace casi medio siglo. Se han quedado solos."No tenemos ninguna ganas de competir en Pyongyang, pero no nos queda otro remedio", confiesa una de las jugadoras chinas. Su entrenador es un ruso que viaja con ellas en una modesta pero relativamente cómoda primera clase y maldijo el marxismo-leninismo cuando observó desde las ventanillas una de las frecuentes manifestaciones infantiles, con ramos de flores, organizadas en apoyo del gran líder. "Era comunista, pero aquello se acabó. Yeltsin es un buen líder".

Interrogatorio tolerante

En la ciudad fronteriza de Dandong, los aduaneros norcoreanos suben a los vagones con la imagen de Kim Il Sung en la solapa y recaban pasaportes con gesto ceñudo. Un oficial ensaya un interrogatorio que reviste la forma de amigable diálogo con los dos únicos pasajeros occidentales además del entrenador. "¿Han estado ustedes en Corea del Sur?, ¿qué les interesa de nuestro país?, ¿a qué tipo de comercio se dedica su empresa?". No acorrala, porque el país, aislado como nunca, necesita desesperadamente los 1.000 dólares de cada turista para hacerse con el crudo ruso, y no parece convenir la expulsión de dos posibles infiltrados cuyas posibilidades de exploración periodística son tan limitadas como estrecho es el marcaje del guía oficial. Un grupo de turistas de Singapur, de visita en China, completa el pasaje de primera. En el resto de los compartimentos, el hacinamiento de los viajeros recuerda a imágenes de posguerra.

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Se enganchan dos nuevos vagones, y una foto del gran líder, omnipresente toda la semana, preside el comedor instalado en uno de ellos. El tráfico de mercancías entre China y Corea del Norte por esta divisoria es importante. También han sido muchas las deserciones por estos límites fronterizos de quienes han preferido el "socialismo con características chinas" a la idea juche, surrealista doctrina ideada por Kim Il Sung para adoctrinar a una sociedad sometida como pocas. La comparación entre el desarrollo chino y el propio atraso ha decidido muchas deserciones. "Cuando las cosas empezaban a arreglarse un poco en Corea del Norte, y la gente se vestía y comía mejor, llegó el derrumbe de la URSS y todo se vino abajo. Los nacionales lo pasan mal, pero los extranjeros no creo que paséis hambre. Hay mucha exageración en eso". comentó en Pyongyang un diplomático de un país socialista con cinco años de permanencia.

Nadie protesta

El tren cruza el río Yalu, en cuyas márgenes se enfrentaron chinos y norteamericanos durante la guerra de Corea (1950-1953) y las bajas temperaturas hielan los desagües de los servicios. Las puertas de los vagones se cierran. Nadie puede bajar a tierra en ninguna de las paradas, y algunos turistas de Singapur comienzan a inquietarse porque barruntan unas vacaciones a toque de trompeta. La fotografía del gran líder ocupa la fachada de los edificios más altos de cualquier aldea, y es siempre visible, incluso desde la ventanilla del retrete.

Son numerosas las patrullas de soldados pertrechados, como cuando Corea quedó dividida a ambos lados del paralelo 38. Y más numerosos los puentes y autopistas sin terminar. Algunos militares empujan un cañón ayudados por civiles. Grupos de campesinos trasladan leña en mochilas de mimbre, y el paisaje rural de esta nación enclavada en el norte oriental de Asia refleja un gran primitivismo. Varios empresarios nipones y coreanos residentes en Japón que viajaron a remotas regiones sin más libertad que la del culto a su carcelero aseguran que son numerosos los cortes de electricidad, la escasez de piezas de repuesto y los recortes en la dieta elemental. El tren se detiene en la estación de Pyongyang, limpia, silenciosa y sin aglomeraciones a la salida: en una fila, los hombres; en otra, las mujeres. Nadie protesta. Se olvidaron de ello hace casi cincuenta años.

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