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Corrupción

Todos los días estamos oyendo, leyendo o viendo noticias de corrupción, sean demostradas o sospechadas. Parece que una especie de bancarrota social ha venido sobre nosotros, y estamos cívicamente disgregados. Además, no sabemos hacer otra cosa, ante este problema, que hacer intervenir, por fas o por nefas, a los jueces, que abrumamos con una avalancha de juicios que desbordan la capacidad de la organización judicial, ya sobrecargada con denuncias por las más diversas causas. Es lo que se ha llamado inflación judicialista, que equivocadamente quiere resolver el bajo nivel moral que tenemos con puros legalismos, ya que algunos olvidan la observación de Lao-Tse: "Cuantas más leyes, más ladrones". Porque las leyes son necesarias, pero no lo resuelven todo.También vemos los hombres de la calle el espectáculo, incomprensible para nuestra ingenuidad, de la variación entre unos juicios y otros, cuando un asunto va recorriendo -por ejemplo- las diversas instancias que la ley permite, que muchas veces no hacen sino alargar una solución justa. Cada juzgador -como sabe cualquier psicólogo de grupo- es víctima inconsciente de confiar en el siguiente, si es que se ha descuidado. Y son muchas las preguntas ingenuas que nos hacemos los hombres corrientes. Chesterton creía que era a quienes más tenían que escuchar los hombres públicos, porque estamos en contacto directo con la realidad cotidiana; y nos preguntamos: ¿es que las leyes no son claras?, ¿es que dejan demasiado espacio a las más variadas interpretaciones?, ¿es que también los seres humanos, que son los jueces, no cometen errores, como todos los especialistas en su función?

Estas preguntas se me planteaban con motivo de lo que es un fenómeno español, al que no parece que estábamos acostumbrados a plantearnos: el de la ética en nuestra nación. Quizá es la democracia quien nos ha abierto los ojos, que manteníamos cerrados creyendo, al no mirar, que nada pasaba de lo que ahora creemos ver todos los días.

La primera observación a recordar es que las normas morales aplicadas a la realidad social tienen que acoplarse a las circunstancias. Por ejemplo, Vitoria y Soto fueron mucho más abiertos que Báñez o Salón en el siglo XVI, cuando, trataron de las cuestiones económicas, en una época de expansión los primeros o en una recesión los segundos. Apertura en los unos, restricción en los otros, que revela que la moral tiene un alto porcentaje de relatividad, dentro de algo común. La justicia, la bondad o la necesidad de ayuda mutua, plasmadas en la famosa regla de oro "no hagas a los demás lo que no quieras para ti", están presentes en todas las culturas, lo mismo occidentales que asiáticas o africanas, de ayer o de hoy, y hasta en nuestra biología, como creen Haldane, Montagu o Selye.

Y cuando se habla de corrupción, lo mismo si se trata de la corrupción pública que de la profesional o de la privada, hemos de ser un poco pesimistas, como lo fueron Pascal, Gracián o La Rochefoticauld, y no caer en la ingenuidad en materias morales, como ha sido, en la democracia, característica nuestra hispana. Observaba Salvador de Madariaga, al estudiar hace años las diferencias entre españoles, ingleses y franceses, que nosotros esgrimíamos la moral contra los demás, pero muy poco contra nuestra conducta personal. Y esta mayor exigencia moral contra los demás, según las últimas estadísticas de la conducta española, se refiere ahora sólo a lo público, no a lo personal. La única moral que nos importa actualmente es la que los demás adoptan socialmente; pero no damos importancia a la privada, para la cual' tenemos hoy una gran permisividad, que no es tolerancia, sino poca valoración de lo ético personal. Por eso, la mayoría de los españoles piensa que el mal es sólo producto de las estructuras de la sociedad.

Hemos creído también, en nuestra ingenua democracia después de haber superado la dictadura, que todos seriamos -por arte casi de magia política- muy morales; pero la historia nos dice algo muy distinto. Que los seres humanos somos imperfectos y lo seremos siempre, y, por tanto, que en la política hay que tomar medidas para prever lo que casi necesariamente va a pasar, dado que no nos podemos fiar de todo hombre con poder -sea económico, social o político- porque puesto a prueba que sea muy dura caerán más de los que pensamos. Y el Gobierno, sea el que detenta el poder o el que está en la oposición democrática, depende en un alto porcentaje de las costumbres públicas, de las cuales somos actores todos y cada uno de los ciudadanos. Y el poder, cuando es casi absoluto, corrompe casi siempre, no a todos ciertamente, pero a un número suficiente para que debamos prever lo que puede pasar con gran probabilidad.

Habíamos ido poco a poco confiando todo en España a la religión, y por eso desde el comienzo de la edad moderna para acá hemos descuidado cada vez más la educación moral personal. Y la religión -que era lo único que se nos exigía- fracasó en la formación que se nos dio, porque hablaba sobre todo de cómo se va al cielo y descuidaba de cómo se vive en la tierra. Esta religión no podía ser sustitutivo de esa enseñanza ética natural y para todos que propugnaron nuestros clásicos, haciéndola depender de la solidaridad, de la dignidad personal y de la convivencia. Por eso la razón era la conductora de nuestra moralidad entonces, y la conciencia resultaba su mejor expresión íntima. Pero ahora debemos preguntarnos: ¿dónde ha quedado todo ello?

Nuestros obispos sólo se han preocupado, ante la reforma de la enseñanza, de que se enseñe la religión católica; y se desentienden de la educación moral para todos, en una convivencia escolar de los que luego van a ser ciudadanos de una democracia. Y en los confesonarios se enseñó el casuismo, que era el centro de la formación moral del seminarista, y fue la manera de dar la vuelta a las leyes de Hacienda, que se consideraban meramente penales y no obligatorias en conciencia; o a las transacciones comerciales, estableciendo una gran liberalidad para el sistema de comisiones bajo mano porque era la costumbre; o al perjuicio que hacíamos a un vecino inocente por error, y así no teníamos obligación de restituir; y nada digamos de la intolerancia ideológica, que era nuestra primera regla de conducta con el que no pensaba como nosotros.

En Estados Unidos hay, en la prensa y en la libre discusión democrática, un gran respeto para la libertad de opinión del ciudadano o del periodista, lo cual supone un gran correctivo para la corrupción. En España, sin embargo, a la hora de modificar nuestra ley en ese sentido hemos de tener sumo cuidado de nunca poner límites socialmente imprudentes a este correctivo democrático, porque lo podemos hacer prácticamente ineficaz. Y en Norteamérica se han desarrollado también los códigos de ética profesional, industrial y comercial con gran resultado.

Una educación seria de la responsabilidad personal del profesional -sea político, juez, periodista, abogado, financiero o médico- hará que muchos males, que vemos y nos chocan, ocurran menos. Y no la menos importante de todas las cosas sería fomentar y recordar en la educación moral de todo ciudadano, especialmente del que tiene en su mano un poder u otro, que el que hace un daño a su cliente o a la persona juzgada o al ciudadano, por incuria, engaño o falta de responsabilidad, tiene que restituir el mal hecho y compensar de algún modo. Sin reparación no hay perdón, decía ya san Agustín.

Leyes más realistas, y una educación moral personal, para todos, como impulso eficaz para una convivencia mejor y más humana. Ésos son los dos extremos de la cadena, que hemos de mantener unidos.

es teólogo.

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