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Valores en democracia

Cuando, en el libro VII de su Política, Aristóteles analiza las causas de la inestabilidad de los regímenes políticos y aborda las medidas para su permanencia, escribe lo que sigue: "Pero entre todas las medidas mencionadas para asegurar la permanencia de los regímenes políticos es de la máxima importancia la educación de acuerdo con el régimen, que ahora todos descuidan. Porque de nada sirven las leyes más útiles, aun ratificadas unánimemente por todo el cuerpo civil, si los ciudadanos no son entrenados y educados en el régimen, democráticamente si la legislación es democrática y oligárquicamente si es oligárquica". El mismo Platón había ya lanzado su conocido consejo, lo que quieras para la ciudad ponlo en la escuela. Y luego, una constante que atraviesa siglos. Bodino apelará al ejemplo en la familia como paso fundamental para la construcción y funcionamiento de la república. Maquiavelo se extenderá en el cuidado de la opinión pública para la estabilidad del príncipe. Montesquieu, en fin y por no alargar los ejemplos, hablará de las leyes de la educación que preparan para ser ciudadanos.No se tome lo hasta aquí dicho como agobio de citas al lector. Se trata, exclusivamente, de dejar constancia de una realidad mantenida por cuantos autores se han adentrado en el problema de la subsistencia y consolidación de un régimen político. Las leyes, por solemnes y respaldadas que estén, no resultan suficientes; afirmación, por lo demás, innecesaria en un país como el nuestro, que padece una historia política cargada de constituciones de efímera vigencia. Hace falta más. Yo diría que mucho más y de mayor importancia. Sencillamente, lo que hoy denominamos una socialización política en los valores del régimen establecido. Y como cada régimen posee los suyos, la democracia no constituye excepción. Es preciso que los ciudadanos crean, conozcan, asimilen y practiquen los valores que de verdad sostienen al régimen entre ellos vigente.

Curiosamente, esto es algo que conocen muy bien los instauradores de sistemas autoritarios o totalitarios (de un color o de otro). Pero que se suele olvidar a la hora de construir democracias. Quizá en este punto estuvo uno de los fallos de nuestra última República. Y quizá, como en tantos otros menesteres, la figura de Azaña fue la excepción que se apercibió de ello. Nada menos que en abril de 1934, cuando régimen y Constitución contaban ya con años de existencia, hablaba así a los jóvenes revolucionarios: "Digo, por tanto, que esta formación del espíritu republicano, imbuido desde la juventud, conocido y admitido desde la juventud; esta solidaridad, percepción, afición y apego a engrandecer los valores ( ... ), es una pieza principal, capital y fundamental. Sin eso, la sociedad española continuaría existiendo, seguro; habría éste o el otro régimen político, pero sería un fenómeno semejante al de un arrecife que surge sobre las olas y millones de seres lo sostienen sin saber cuál es su función".

Solemos oír que nuestra actual democracia está plenamente consolidada, que goza de buena salud política y que ya no cabe la marcha atrás. Toquemos madera, por si acaso. Personalmente, creo que lo que la hará de veras fuerte, sólida y perdurable es la imprescindible asimilación de sus principios. El hecho de que la sociedad también sea plenamente democrática. Porque viva y practique sus valores. Y me temo que, en este punto, no es poco el camino que queda pendiente.

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Ciertamente que los demócratas se hacen, no nacen. Y que la formación se obtiene practicando, por lo que no se sabe bien qué es antes. Pero tengo para mí que es posible descubrir un cierto desfase. Ahí están establecidas las reglas del juego democrático. Ahí sigue una Constitución que, aunque a casi nadie guste del todo, está sirviendo, y acaso por ello mismo. Funcionan las instituciones (con mayor o menor grado de respetabilidad por parte de los ciudadanos), se hacen leyes, se dictan sentencias, y hasta gozamos ya de un relativo elenco de constitucionalistas. Por cierto que muchos de ellos se han apresurado en la conversión, dada su procedencia sociológica y hasta rabiosamente marxista. Pero, bueno, hay conversiones que resultan beneficiosas, como ocurrió con las de san Pablo o san Agustín, que acabaron en los altares.

Pero ¿y los valores de la democracia? ¿Los oímos en los discursos parlamentarios o en los mítines? ¿Se enseñan en las escuelas? (entre paréntesis, a estas alturas, ni la Constitución ha llegado a ser asignatura de obligado conocimiento durante el bachillerato). ¿Se practican en las familias? ¿Se esparcen en las sedes o locales de los mismos partidos? En suma, ¿han calado en la totalidad del cuerpo social? Iluso o insensato sería contestar afirmativamente. Estamos, a estas alturas, todavía ante la gran asignatura pendiente. Por mucho que se practique el voto, el talante democrático requiere mucho más.

Sobre todo, viniendo de donde venimos. De un régimen autoritario que, sin duda, sí que movilizó, y a fondo, cuanto estaba en sus manos para esparcir retazos de ideología, formas de pensamiento y configuraciones de mentalidad. Como lo primero era muy débil, pasó o desapareció sin esfuerzo. Pero ya se ha hablado bastante de los residuos de la mentalidad. De lo que se ha dado en llamar franquismo sociológico.

En efecto, en ese inmediato pasado, las cosas estaban o parecían muy claras. Sencillamente, porque la verdad política estaba oficialmente definida a priori y no admitía componendas de vaivenes electorales ni consensos políticos. Lo blanco era blanco y lo negro negro. La lealtad inquebrantable llevaba a la obediencia ciega en todos los niveles: desde la debida al padre de familia hasta la profesada al caudillo vitalicio. Estaban equivocados liberales, masones y hasta partidarios del mero parlamentarismo. ¿Cómo se iba a someter a discusión toda una concepción armónica de la vida política, social o económica si el camino hacia el bien común estaba bien trazado desde siempre en el decurso de la España eterna? La querida por la providencia y especial mente protegida por santos y mártires. Por ello, la mentalidad. conservaba el recuerdo de una guerra civil en la que, sencillamente, habían triunfado los buenos; el orden público y su mantenimiento llegaba a ser va lor prioritario;, lo diferente equivalía a lo discrepante; por moral se entendía, ante todo, la práctica de conductas individuales que unían, con lazo indisoluble, lo natural, lo católico y lo nacional; y, en suma, la rigidez en el mantenimiento de opiniones y posturas terminaban de dibujar un esquema autoritario de pensamiento y actuaciones.

Pues bien, cuando todo eso comienza a venirse abajo y se debilita (nunca decimos que desaparece), surge la gran incógnita por los valores que han de sustituir asideros tan largamente utilizados.

Y entonces, hasta hoy mismo, se oyen voces que hablan de caída en el nihilismo, en ausencia de valores, en que "ya no queda nada". A ello se une, como salida fácil, el hispánico recurso al anarquismo. Mejor, al seudoanarquismo que todo lo desprecia desde la más cínica comodidad del consumo, unas veces, o en la desazón por la democracia establecida, en otras. Sin reparar en la evidencia histórica probada de que precisamente en esas actitudes nihilistas y seudoanarquistas es donde mejor caldo de cultivo han encontrado siempre los movimientos totalitarios, y más concretamente el fascismo. Pero esto, volviendo a la cita inicial de Aristóteles, parece ser algo "que ahora todos descuidan". En nuestro país, el llanto suele venir después, tarde y lejos. Cuando ya no cabe la compostura.

El gran error consiste en no repetir hasta la saciedad que la misma democracia tiene sus propios valores. Y, sobre todo, en no expandirlos hasta la plena asimilación de los ciudadanos.

Dahrendorf, el gran maestro de la sociología política contemporánea, señalaba que el empeño consistía, ante todo, en el fomento del desarrollo de las virtudes públicas, frente a la superestimación de las privadas, más propias de contextos no democráticos. El mundo de las creencias y conductas privadas debe ser conducido a la esfera de la intimidad personal. La convivencia democrática en la polis reclama otras dimensiones que siempre tienen relación con el otro y con lo otro. Sobre todo, con la sociedad misma y los sujetos que la componen.

Tras esta inicial distinción, muy difícilmente aceptada incluso por los españoles de hoy tras 14 años de Constitución (la preocupación por los asuntos de barriga para abajo sigue teniendo especial importancia en la escala de valores al uso), hay un largo catálogo de valores propiamente democráticos que sería pretencioso condensar cerradamente en estas líneas. Pero que, a título de ejemplos, nos llevan a señalar la aceptación de la relatividad que toda política democrática comporta; la valoración de una sociedad que es pluralista y que tiene que seguir siéndolo para que pueda hablarse de democracia; la asimilación del valor positivo del conflicto, como algo que la sociedad democrática lleva consigo (como la autoritaria supone su represión); la admisión de la diferencia; la creación de amplias esferas de libertad; la estimulación de la participación y de su utilidad; la conciencia de responsabilidad ante lo común, ante lo que es de todos y de nadie en exclusiva a la vez; el ejercicio riguroso del control, etcétera. Los científicos de la política suelen llamar a muchos de estos puntos conciencia cívica o ciudadana. Muy lejana, a siglos luz de distancia, del tradicional recelo ante el Estado y del no menos tradicional apego sin límites a lo mío frente a lo tuyo. Entre nosotros, esto último suele acabar, casi siempre, en el o tú o yo, mediando lo que sea en la disputa.

¿Se ha hecho lo suficiente en este terreno? Por sólo hacer una pregunta final: ¿se ha puesto el mismo esfuerzo en labrar y esparcir esta forma de pensar que descansa en lo común que el empleado en construir y desarrollar las llamadas diferencias de las peculiaridades históricas de nuestras autonomías? Creo que sobra la respuesta.

es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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