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Crédito y credulidad

Enrique Gil Calvo

Pudiera pensarse que durante las últimas navidades, el presidente del Gobierno nos habría impartido, a modo de doble vínculo, dos mensajes internamente contradictorios. Por una parte, al comienzo de las fiestas, se nos dijo que él era bien consciente del descrédito que su credibilidad personal, como consecuencia de la corrupción política, estaba sufriendo. Pero, por otro lado, al final de las fiestas, se nos ha venido a decir lo contrario: que él estaba de nuevo dispuesto a reconquistar, incluso por mayoría absoluta, todo su crédito electoral. ¿Qué grado de credibilidad se puede atribuir a estas profecías, que tanto se cumplen como se incumplen a sí mismas? ¿Y qué clase de nueva figura retórica, políticamente persuasiva, se pretende así configurar?Puede partirse de la constatación de una evidencia: son tan abrumadoras las sospechas de corrupción política que a una buena parte del electorado del PSOE le va a resultar muy difícil votar de nuevo sus candidaturas con la conciencia tranquila. En efecto, a todo ciudadano íntegro su recta conciencia le debe impedir votar a un partido sospechoso de corrupción, al que no se debe renovar la confianza política (ni, por tanto, el crédito electoral), ni aun por miedo al caos esperable tras la llegada del PP o de la nueva CEDA al poder (instrumentalismo electoral éste que sólo significaría una muestra inadmisible de oportunista cinismo político), pues ello supondría hacerse cómplice de la presunta corrupción, al avalar con el voto una ejecutoria puesta bajo sospecha.

Se alega, en contrario, por parte de quienes protestan su inocencia, que nadie puede ser considerado culpable mientras no se pruebe su delito ante los tribunales, y se recurre como jurisprudencia al precedente del caso Naseiro. Lo cual resulta jurídicamente intachable, pero políticamente inútil, pues la carga de la prueba, que en derecho pertenece al acusador, en política corresponde al acusado, bajo pena de ostracismo electoral: nunca se debe volver a votar a un sospechoso mientras no se demuestre palpablemente su más completa inocencia.

Adicionalmente, se pretende distraer la atención de las sospechas tratando de echar todas las culpas sobre las espaldas del mensajero que las anuncia, como si la prensa y la oposición fuesen más culpables de la sospecha por sospechar que los sospechosos por causarla. Y se descarga así la propia responsabilidad sobre la irresponsabilidad política de quienes se hagan eco de las sospechas al airearlas o pedir cuentas por ellas. Ahora bien, mucho mayor resulta la irresponsabilidad cívica de los ciudadanos que callan y otorgan, consintiendo así hacerse cómplices de cuanto se sospecha. Y si de irresponsabilidad política se trata, mayor sería la del PSOE, al hacer posible con sus errores, si es que no con sus culpas, que advenga el caos político de una nueva CEDA.

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En fin, la tercera y última línea de defensa parece la más pueril, pues consiste implícitamente en una ingenua confesión tácita. Se trata de decir: los demás, también, y tú, más. Pues, en efecto, toda la clase política europea, y no sólo la socialista o la española, está resultando mucho más que sospechosa, con grave deterioro de la cultura cívica y del crédito legitimador de la democracia. Las causas objetivas que parecen explicarlo resultan variadas, a las que cabe resumir en tres, íntimamente relacionadas entre sí. Ante todo, la grave incertidumbre que existe sobre el futuro de la economía mundial (ya que ha dejado de ser una economía de guerra, por fría que fuera), lo que impide programar políticas constructivas a largo plazo y prima la adopción de tácticas especulativas de cinismo político, oportunistas al más corto plazo inmediato. Después, la orfandad ideológica en que se han sumido los escasos militantes de unos partidos políticos antes muy comprometidos y fanatizados, pero que ya carecen de cualquier objetivo programático por el que luchar, fuera del interés personal de sus miembros, hoy más cómplices que solidarios (interés tanto más egoísta y depredador cuanto más descreído y frustrado resulte el viejo ideal romántico). Y por último, la falta de responsabilidad profesional (entendida ésta en el sentido weberiano) de una clase política que, al comprometerse generacionalmente con su carrera por motivos meramente ideológicos, carece en buena medida de las dosis necesarias de rigor, solidez, firmeza y consistencia técnica (según glosó sarcásticamente Enzensberger en un memorable artículo publicado en estas páginas). Cuando el carisma se rutiniza y se pierde la fe ideológica, los antaño quijotes se transforman sin querer en sanchopanzas incompetentes, ineficaces y mediocres, que no saben más que medrar (y aun. eso, muy torpemente), por mucho que camuflen su subsidio de mercenarios bajo el manto desteñido del servicio a los descamisados.

Ahora bien, estas características, comunes a toda la clase política europea, resultan particularmente agravadas en el caso español a consecuencia, ante todo, de la inercia histórica, dada nuestra tradicional política de saqueo y despojo, empeñado en confundir el interés público con un coto privado de caza caciquil y depredación clientelar. Después, por las graves secuelas traumáticamente causadas por una dictadura militar que se prolongó durante 40 años, a lo largo de los cuales se institucionalizó crónicamente el soborno y el cohecho, abortándose de raíz la posibilidad de que con el desarrollo económico surgiese una sociedad civil capaz de asumir sus propias responsabilidades privadas (organizando la defensa independiente de las libertades ciudadanas) y de exigir, al mismo tiempo, responsabilidades públicas al Estado. Luego, como ha denunciado recientemente Gregorio Morán, por la forma clandestina y falaz, a espaldas de la ciudadanía, con que se anudaron los compromisos por consenso que jalonaron la transición a la democracia, muchos de los cuales incluían el soborno corporatista de aquellos sectores institucionales que disponían de poder de veto. Y por último, a causa de la resaca misma dejada por la transición, tras la consolidación democrática gestionada por el equipo socialista, que ha frustrado tantas expectativas de cambio descabelladamente abrigadas al comienzo de los años ochenta. Todo lo cual ha producido una ciudadanía desmovilizada, que se niega a participar en política, que le echa la culpa de todos sus males al Gobierno de turno, que consiente con complicidad la práctica del soborno y que no sabe asumir ninguna responsabilidad cívica.

¿Qué salidas quedan? ¿Hay líderes dispuestos a asumir políticas auténticamente regeneradoras y modernizadoras, cuya más urgente tarea habría de ser la de rehabilitar y restaurar la iniciativa participativa de la ciudadanía? Cabe dudarlo, pues la clase política actual parece preferir los arreglos de cocina en la cúpula del aparato, regalando a los ciudadanos con el consuelo pueril de come y calla (es decir, aprovéchate y déjame hacer a mí). Por ello, si el líder socialista quiere ahora refrendar el viejo crédito político de que antes disfrutaba, lo peor que podría hacer sería presentarse a las elecciones rodeado de los mismos hombres del presidente que tan sospechosos resultan sin haber limpiado antes los establos de Augías, pues ello podría suponer algo peor que la corrupción misma, como es buscar mediante nuestros votos su encubrimiento o incluso nuestra complicidad.

Semejante táctica de astucia política (querer lavar en las urnas la sospecha de corrupción) implicaría dos falacias, a saber: los corruptos siguen siendo corruptos, aunque tengan la sanción de las urnas (igual que la pena de muerte es un crimen, aunque lo avale la opinión pública), y si se vota a alguien no significa que se avale, consienta o tolere su corrupción, sino sólo que aún se teme más algo quizá peor todavía. Pero aún habría algo más grave que una falacia, y sería transferir a la ciudadanía una conciencia de culpabilidad que no se supiese afrontar, para que fuéramos los ciudadanos quienes cargásemos con su responsabilidad.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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