'Culebrón' en palacio
A MEDIDA que pasaban las semanas, la historia adquiría tintes más desagradables. Los príncipes de Gales se encontraban en un callejón matrimonial sin salida. Pero esto no era lo más grave. Cuando el primer ministro explicó que la separación formal de Carlos y Diana no tenía por qué afectar a su futuro como monarcas, quería decir que la crisis no tenía por qué afectar a las instituciones. Lo realmente preocupante entonces fue la exhibición progresivamente más desagradable de sus desavenencias, a veces embarazosamente vulgares. El escándalo ha acabado arrinconando a toda la familia real y planteando la cuestión de si personas así merecen ser el emblema de su país y subir al trono cuando sus actos no los hacen moralmente acreedores al cargo. Y de ahí, ¿puede una nación, en los umbrales del siglo XXI, seguir teniendo una institución esencialmente anacrónica a la cabeza?No es ésta la primera crisis de la Corona británica ni su primer escándalo público. La abdicación del duque de Windsor, en 1936, fue un acontecimiento políticamente más grave que el serial de ahora. Y la esencia del principio de sucesión consiste en que el nieto de la reina Isabel II puede acceder al trono tras la abdicación de su padre. No sería la primera vez que un príncipe de Gales no sube al trono en Londres.
Pero lo que está en cuestión hasta ahora es menos el mecanismo sucesorio que la moralidad de toda esta historia. El hecho en sí de la publicación de los detalles más sórdidos de la relación conyugal de los príncipes de Gales responde a una mutua instrumentalización. La prensa, especialmente los tabloides, ha hecho su agosto empujando a la información hasta sus límites más inverosímiles. Y, a su vez, la consecución de la exclusiva más jugosa ha estimulado la laxitud en la comprobación de las fuentes y de la veracidad de cada noticia. Así, eran los propios príncipes quienes propalaban rumores e incluso sórdidos detalles sobre sus relaciones para obtener ventaja en el ranking de la conmiseración popular. Si a ello se añade la hipotética intervención de los servicios secretos del Gobierno para conseguir testimonios auténticos del peor gusto por si pudieran servir al Estado en el futuro, los cuales fueron finalmente facilitados a los medios, se comprenderá la clase de culebrón que se ha servido al expectante público británico.
Los príncipes tienen puntos débiles y cometen errores: como cualquiera. En el grado de tolerancia frente a los unos y los otros juega un papel importante la capacidad y voluntad de la sociedad de desviar la mirada con tal de preservar una institución a la que considera útil o equilibradora. Y los medios no hacen sino reflejar el grado de aceptación de esa convención en cada momento.
Por esta razón, la conclusión del Informe Calcutt sobre el control de la prensa afortunadamente, aparcado por el Gobierno de John Major desde que se ha hecho público que los periódicos británicos no han sido los principales responsables del culebrón avala la permanente inclinación natural de todo Ejecutivo de imponer límites cada vez más profundos a los medios de comunicación, tratando de eliminar o condicionar a quienes les incomodan con sus informaciones. Pero la censura no es la respuesta a los problemas del palacio de Buckingham, como no lo es a las violaciones del Gobierno londinense del embargo de venta de armas a Irak. La respuesta está en el comportarniento de los interesados.
De hecho, la dimensión real del problema de Carlos y Diana y su significado profundo deben buscarse en la honda crisis social y de valores que hoy afecta al Reino Unido. Una rubia Albión que ya no controla los mares, que ha dejado de ser imperio, que ya no es siquiera gran potencia, que influye poco en Europa o en los asuntos del mundo, y que económica y financieramente se encuentra alejada de la cabeza. Se diría que los británicos, tras un duro correctivo recibido en muy pocas décadas, empiezan a buscar sus razones y a preguntarse si la bambolla real es algo más que una pompa de jabón.
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