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Un gran hombre

Al cabo del tiempo ya no me acuerdo de su nombre, o quizá nunca lo supe, o a lo mejor se llamaba Juan, pero en cualquier caso todos lo conocíamos por Chamaco, que era su mote artístico desde que emigró de Jerez de la Frontera a París con veinte años y sin otra hacienda que una maleta de mimbre y un reloj de bolsillo con leontina de oro y cifras de nácar que había heredado de sus padres y que aún conservaba cuando yo lo conocí en la primavera de 1975, ya cincuentón, casado y con dos hijos, e inevitablemente más seductor y canalla que nunca. Era dificil de entender que aquel joven flaco, asombradizo y dentón, que aparecía con protocolaria pose campesina en el único retrato que conservaba de su mocedad, hubiera llegado con el tiempo a convertirse en el galán maduro y mundano, de pelo blanco y esculpido y ojos trascendentes y azules, con un cierto aire a Francisco Rabal, que chuleaba mujeres provectas y cantaba coplas flamencas en lo que hoy es una agencia bancaria pero que durante mucho tiempo fue un restaurante típico español (paellas mixtas, camareros fajados, vino en jarras, perendengues taurinos, un arco moruno y un gitano de muestra) junto al Folies-Bergère. Tan dificil como imaginárselo ya de anciano, si es que no muerto y enterrado en tierra definitivamente extraña, como él mismo cantaba con la quijada temblorosa y las manos en jarra, cuando sentía correr por su sangre (dicho en su dialecto doctrinal) las grandes penas de la "idiosincrasia" y el terruño. Pero su idioma de trabajo era otro. Hablaba un francés universal, casi esperanto o don de lenguas, que todo el mundo, incluidas las japonesas más angelicales o las nórdicas más recalcitrantes, le entendían a la primera. Yo lo he visto discutir de negocios con un holandés tan hermético y errante como él, y con la misma fluidez y los mismos matices en las discrepancias y en las avenencias que pudieran exhibir dos micos en lo tocante a un coco o a una cuestión de honor. Supongo yo que aquél sería el lenguaje ecuménico de la seducción, donde las palabras se limitan a jalear lo que ya han declarado antes las miradas, las sonrisas, las pausas o los gestos. Jamás conocí a nadie, ni siquiera a los donjuanes del teatro, del cine o de los chistes, que engatusara tanto y tan repentinamente a las mujeres. Eso sí: antes y después de cada conquista, se santiguaba siempre tres veces sobre el pecho. Tal extremo llegó a alcanzar su virtuosismo, que a menudo le bastaba una breve ausencia higiénica del novio o del marido para acercarse a la mesa de la dama (bien fuese señora de su casa o adolescente pizpireta), y a la que ya antes había venido camelando con su mirada mórbida de tigre acatarrado, para entablar en su eurojerga una fugaz conversación galante y concertar una cita de urgencia que indefectiblemente (tras la santiguación reglamentaria) se cumplía y consumaba en un recodo de penumbra que había junto al baño, minutos después de que el acompañante, cornudo ya en ciernes, lo hubiese abandonado. Fuera de aquellas aventuras, que tramitaba extralaboralmente por puro amor al arte, regentaba a la vez a tres o cuatro ricachonas de edad, y a las que él llamada "burguesas", aunque sin el menor viso despectivo y muchísimo menos ideológico. De eso vivía. Y de eso había vivido desde que se casó a los veinticinco años con una francesa ("una santa", se lamentaba al evocarla) e hizo extensivos los desafueros de la noche de bodas a su propia suegra, que ocupaba un cuarto contiguo y cuyos suspiros al amanecer lo iniciaron para siempre en el viejo oficio de los placeres venales. Parece ser que le gustaban los dobletes, porque cuando yo lo conocí andaba en pleitos con una de sus burguesas, que le había regalado por Reyes una sortija con zafiro del patrimonio familiar y que ahora le reclamaba por haber descubierto que el operario estaba también trajinándose gratis a su hija. Amenazaban las dos con llevarlo a juicio y acusarlo de robo, y como se enteró de que yo tenía estudios universitarios, una noche, a la semana de conocernos, decidió aconsejarse conmigo. "No se atreverán", le dije, y hasta le sugerí, supongo que inspirándome en algún relato folclórico, que por si acaso intenta se recordar si las demandantes tenían alguna marca íntima que pudiera airearse como prueba en el juicio. Debió de complacerle mucho la respuesta, porque enseguida dijo con su voz ronca de contramaestre que había venido observándome desde el primer día, que había llegado a la con clusión de que yo era buena gen te y que sólo por eso iba a hacer me el favor de proporcionarme una burguesa de mil francos al mes.Iniciamos a partir de entonces una de esas amistades sentimentales y viriles fundamentadas en la lealtad, en los licores y en los sobreentendidos. Empezó por contarme algunos episodios antológicos de su vida. Refirió su infancia y juventud jerezanas, que tenían mucho de documento social tremendista, y de cómo ya en París había trabajado en la vendimia y en el bricolage, y ha bía pasado hambre y sufrido oprobios ("los señoritos vienen a ser iguales en todas partes, en Je rez y en Europa"), antes de enrolarse de coplero flamenco y bautizarse artísticamente como Chamaco, nombre que también le servía de remoquete para su ver dadera actividad de seductor. "¿Y qué le voy a hacer, si nací pobre de solemnidad y mis padres sólo me dejaron de herencia un reloj, un poquito de voz y otra cosa que algún día quizá te enseñaré?".

El tiempo, fuera de algunos detalles pertinaces o absurdos, ha reducido a tres o cuatro anécdotas la historia de seis meses. Sé que una noche de junio apareció en un Rolls un venezolano que, después de cenar, reclamó la presencia de los artistas, no para actuar sino para convidar a alcohol y echarnos un discurso (a nosotros, representantes de la Madre Patria) sobre matanzas ancestrales de indios, utopías políticas y revoluciones pendientes, y sé que al amanecer nos dio quinientos francos de propina, que al salir pasó junto al Rolls para coger un taxi y que dos días después apareció en, los periódicos una foto del automóvil y otra del disertador, que resultó ser nada menos que el terrorista internacional Carlos. Esa mis ma noche, cuando se fue el último cliente, supe también que el tercer atributo de la herencia paterna, y al que Chamaco llamaba "el avío", consistía en un vergajo de espanto que, justo entonces, enconado por el revuelo del tal Carlos, decidió mostrarnos a dos manos en el recodo de penumbra a unos cuantos curiosos. Con los años, aquella escena se ha asimilado en la memoria a algún cuadro renacentista de pastorcillos arrobados en torno del prodigio. Una escena llena de armonía, y como suspendida en el tiempo, y cuyo sortilegio se rompió de pronto cuando Chamaco se puso a gritar fuera de sí: "¡¿Es que no merecía ser yo también un hombre famoso y respetado?!", y empezó a hacer aspavientos y a dar gritos borrosos de borracho, exaltado por no sé qué delirio reivindicativo.

Chamaco gastaba navaja y era un hombre de honor. Con su mujer ("¡Una santa!", vociferó) no se llevaba desde que ella lo había sorprendido exhibiendo el avío tras la ventana a una vecina del inmueble. Contó a voces que hacía algunos años había matado a un hombre ("¡El sabía por qué!", aulló mirando al techo). A sus hijos los quería a muerte, y esa noche, iluminado por el alcohol y con la bragueta todavía abierta, juró que aquellos angelitos eran lo más grande que tenía en el mundo, y que el reloj y la sortija, y todas las prendas que les sacase a las burguesas, habrían de ser para ellos. "Para que me recuerden cuando yo me muera, y sepan que su padre era un gran hombre, tanto o más que ese venezolano con pistola. ¿O es que no soy yo un hombre bueno y grande? Nací pobre en Jerez, entre señoritos malages, y aquí me veis ahora, en París, actuando en público, ciego de whisky, con terno y corbata, y con automóvil propio ahí en la puerta, y con tres burguesas de 1.500 francos cada una que a estas horas estarán suspirando por mí". Se me acercó con el rostro congestionado y los ojos arrasados en lágrimas, rubricó tres veces sobre el pecho el garabato de la cruz, me agarró por los hombros, me zarandeó y me gritó a la cara: "¡Tú que eres gente de letras, contéstame de verdad, yo, Chamaco, ¿soy o no soy un hombre bueno y grande?! ¡Con la mano en el corazón: soy o no soy yo digno de figurar también en los periódicos?!".

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