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Tribuna
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Echar el cierre

En su deambular cotidiano por la múltiple y versátil geografía de los bares madrileños, el cronista se ha topado más de una vez con tristes sorpresas, cierres echados, carteles de venta o de traspaso y espantosas metamorfosis, comidas rápidas por plácidas tabernas, pizzerías, croissanterías, gofrerías, creperías, tortillerías y demás supercherías propias de tan acelerados tiempos, casinos electrónicos y estridentes, colmados de guardia las 24 horas del día y otros muchos establecimientos igualmente inhóspitos, refractarios a toda actividad que no sea la pura y dura transacción comercial.Hace tiempo que las oficinas bancarias usurparon las esquinas de los viejos cafés, usurpación que algunos tomaron por símbolo de progreso, como si platicar sin prisas alrededor de un velador de mármol fuese una actividad. propia de pueblos incultos y atrasados, mientras que negociar créditos e hipotecas, endosar cheques y suscribir pólizas pudiera considerarse como el no va más de la cultura y de la civilización.En el ocio más que en el negocio se hace patente la cultura de los pueblos; en el mostrador del bar, que no en el del banco; con palabras y no con números.

Cierto es que bares y cafés fueron y aún son escenario de tratos y comercios, pero aquí los tratos se humanizan y se celebran, se sellan con un apretón de manos y se rubrican con un brindis. Pese a todas las asechanzas los bares no se extinguen, más bien se multiplican y engendran caprichosas mutaciones para satisfacer a las nuevas generaciones de clientes.

Los más jóvenes prefieren la cantidad a la calidad y forzados por su precaria economía se vuelcan sobre los minis, irónica etiqueta de los grandes formatos, vasos de plástico rebosantes de cerveza o de explosivas y a menudo aberrantes combinaciones alcohólicas que comparten solidariamente.

No beben por beber, ni por el gusto ni por el aroma del brevaje; beben de forma compulsiva y urgente; beben para colocarse de forma rápida y barata, en un ritual de aturdimiento colectivo en el que colabora eficazmente una música obsesiva y atronadora. Los pubs y las discotecas juveniles más características prescinden de cualquier ornamento decorativo, son almacenes escuetos, bebederos desaliñados que controlan jóvenes y prepotentes matones disfrazados de guardias de seguridad. La unidad de medida no es la pareja sino la pandilla, círculo cerrado y tangente con otros círculos, escudo protector que delimita el territorio fugazmente conquistado.Las parejas que se van desgajando de la pandilla adolescente buscan refugios más confortables y afirman sus gustos en el infinito rosario de pubs que circundan la noche dispuestos a satisfacer todos los gustos y tendencias: del rock más ácido al bacalao más ecléctico hay bares para fanáticos de las motos y para apacibles jugadores de parchís, bares con salsa y con jazz en directo, bares étnicos y artísticos, bares con mesa de billar o con música de cámara, bares para feministas y para deportistas, para charlistas y para culturistas, tabernas mexicanas y garitos cibernéticos.

Un paisaje de cambios continuos, pero con zonas inmutables: Malasaña, Huertas, Argüelles, Lavapiés, Barquillo, y en el verano, los tumultuosos ríos de Rosales y la Castellana.

Cambian los nombres y las músicas, el decorado y la clientela, pero la nómina de los bares sigue creciendo, borrando con su número y su prestancia el recuerdo del. primer bar de la esquina, de la primera taberna con futbolín, del café entrañable de las primeras conspiraciones y de los primeros, tímidos y subrepticios escarceos eróticos, interrumpidos muchas veces por la campanuda reconvención de un camarero moralista o por la oprobiosa denuncia de un cliente envidioso.

En su ronda madrileña, el cronista, prácticamente sobrio por razón de su oficio, ha visto resucitar algunos de sus más queridos fantasmas: Eulogio, tras el eterno mostrador de zinc de Los Pepinillos, de la calle de Hortaleza; las cristaleras empañadas del Viena Capellanes, con libros y apuntes encima de todas las mesas; el confortable túnel del viejo Kühperm de la calle de Luchana; El Casino, de Cardenal Cisneros, más conocido por El Anarquista en honor de su dueño, don Alejandro del Peso y Blázquez, y otros tantos lugares de culto que el cronista excusa mencionar para no ponerse sentimental y subjetivo en las últimas líneas de su incompleta y dispersa crónica.

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