Los viejos se caen más en Navidad
Paciencia, que en dos días más se acaba esto y volvemos al filete con patatas fritas, a las;, verduras, al despertador, al colegio, al atasco vulgar, a la oficina del alma, a la dulce rutina, al tedio protector, a las rebajas; a la costumbre, en fin, e incluso al costumbrismo, si la crisis alcanza los abismos que predicen algunos. Paciencia, pues, y barajar, que la cuesta de enero, tan familiar y acogedora, está a la vuelta de la esquina del miércoles que viene.En cualquier caso, éstas han sido unas fiestas raras: más que Navidades, parecían la víspera de algo misterioso. Salías a la calle y aunque la cáscara urbana era navideña, su fruto -inaccesible- parecía corresponder a otra cosa, como cuando comes pollo con sabor a trucha o encuentras una aceituna en el interior de una nuez. Aunque hay que tener, en cuenta que las Navidades, como las medicinas, producen reacciones individuales no previstas en el cuadro de efectos secundarios. A mí, aparte de esa sensación visperal, me han producido una disminución. de la capacidad intelectual, acompañada de cierto aire de asombro o de enajenamiento: o sea, un estupor. Iba por la calle intentando pensar en términos navideños y lo único que me venía a la cabeza era la música del ya se van los pastores a la Extremadura, que ni siquiera es un villancico.
Lo que más asombro me produjo fue la visita a una serie de sucursales de grandes almacenes donde otros años solían ir los Reyes Magos para atender las peticiones de los niños. Este año, en lugar de los tres reyes, había un señor que decía ser el cartero de sus majestades. Al principio sólo pude leer este cambio en términos de reducción de plantilla -ya se sabe que los primeros en caer son los eventuales-, pero luego, a base de patearme tiendas y centros comerciales comprobé que había papás noeles y reyes magos que estaban más solos que la una; o sea, que no tenían niños haciendo cola, sino media docena de adultos contemplando su soledad con la crueldad con la que otros, en la Feria del Libro, se paran a mirar a los escritores que no firman. En un centro comercial vi varias jóvenes ataviadas de pajes cazando niños en las escaleras mecánicas y en los pasillos para llevarlos casi a la fuerza ante sus majestades.
Sin embargo, a medida que en Madrid desaparecen los niños y los reyes, víctimas de la falta de fe o de las regulaciones de empleo, se multiplican en estas fechas tan señaladas los viejos y las viejas que se caen en el pasillo de su casa y se pasan tres horas, o tres días, pidiendo socorro con un hilo de voz que no oye ni el canario, que suele estar en la cocina. A mí, que estas Navidades me han parecido una representación de las Navidades -como si en agosto nos diera por imitar las cosas de la Semana Santa-, lo único que no me ha sonado a cartón piedra es el alarmante aumento de viejos y viejas rescatadas del suelo de su casa por los bomberos, que casi no han hecho otra cosa. Y eso no es nada, que en el 2000, según los demógrafos, en Madrid seremos todos viejos, incluidos los bomberos y los niños, de manera que no sé quién va a levantarnos cuando llegue la Navidad y nos caigamos -o nos tiremos, quién sabe- en el pasillo de la casa. Aunque a lo mejor en el 2000 ya no hay Navidad y nos caemos menos. De todos modos, yo ahora mismo me voy a El Corte Inglés y le digo al cartero de los reyes que me traigan un aparatito de esos que te cuelgas al cuello y que, al caerte, aprietas un botón y vienen de una empresa privada a levantarte o a enterrarte, según. He investigado y sólo cuestan 9.000 pesetas al mes. Me han dicho que en el precio incluyen las llamadas para recordarte que tienes que tomarte la pastilla y la conversación en caso de angustia. Un chollo. Feliz año.
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