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Mujeres al altar

Como es de sobra sabido, la Iglesia anglicana decidió recientemente aceptar la ordenación sacerdotal de las mujeres, provocando con ello un cisma en su seno del que, sin duda, saldrá beneficiada a la larga la Iglesia católica.Desgraciadamente, la jerarquía católica se halla muy lejos de plantearse como posibilidad, no ya la adopción de una medida semejante, sino ni siquiera ese mínimo grado de integración femenina, por vía indirecta, en la organización eclesial, que sería la supresión del celibato obligatorio de sus curas; pese a que, según informaba EL PAíS de fecha 7-12-1992, la cuarta parte del clero madrileño, por ejemplo, se declara favorable al celibato opcional y a la ordenación sacerdotal de mujeres.

Nadie me ha dado vela en este entierro, pero si me apresuro a autoinvitarme a los inciertos funerales, para sumarme incondicionalmente a los partidarios de esa modalidad religiosa de feminismo, es por un triple motivo.

El primer motivo es mi incorregible misoginia, que no se debe a que profese particular animadversión hacia el sexo opuesto, sino a puro afán de rigor lógico y a un escrupuloso respeto a la igualdad: ¿cómo, siendo misántropo, podría ser filógino? El segundo motivo es que me parece una provocación (divina, en opinión de Chesterton) a la entrañable tendencia humana al fracaso el que una institución tan demasiado humana como la Iglesia haya sido capaz de sobrevivir a la desaparición de tantas culturas, civilizaciones, imperios y Estados mucho menos merecedores de su letal destino. El tercero, lo confieso con vergüenza, es una indefendible envidia y un mezquino resentimiento que me llevan a desearle a la Iglesia la triste suerte corrida por la institución que me da malamente de comer, la Universidad.

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El jesuita Walter Ong ha expuesto con admirable maestría la estricta correlación registrable entre la progresiva degeneración de la Universidad y seis "progresos pedagógicos" paralelos realizados por la modernidad: uno, la desvalorización y empobrecimiento de la memoria; dos, la sustitución de los exámenes orales por los exámenes escritos; tres, la desaparición del agonismo oral (es decir, de la controversia verbal, de la lucha intelectual cara a cara sin la mediación de la escritura: en definitiva, la supresión de lo único que merece el nombre de diálogo); cuatro, la desatención a los estudios clásicos; cinco, la supresión. de los castigos corporales; y seis, la incorporación de la mujer a la Universidad.

Esa correlación no es azarosa: los tres primeros procesos no son sino manifestaciones complementarias del triunfo final y definitivo de la transmisión del saber por escrito y a distancia sobre su pasada comunicación directa y verbal en el último reducto de oralidad que había respetado la civilización de la imprenta: la Universidad laica primero, los seminarios y Universidades eclesiásticas después.

Dado que ese modelo pedagógico agonístico-oral provenía del modelo clásico greco-romano, tampoco es casual que su desaparición acarrease la progresiva irrelevancia universitaria de las lenguas clásicas, que permitían el acceso al conocimiento de la civilización que lo fundamentaba y lo nutría.

Dado que ese modelo pedagógico clásico no era sino un largo ritual de iniciación masculina, fruto del traslado al terreno de la palabra de la lucha física entre guerreros (transferencia que, dicho sea de paso, constituye el fundamento último de la democracia griega: la democracia moderna, por suerte o por desgracia, es algo muy distinto) poco puede extrañar que dejara, como testimonio de su bélico origen, la presencia de castigos corporales.

Los ritos de iniciación de todas las culturas inyectan sus valores y axiomas tanto en la mente como en el cuerpo de los iniciandos, y utilizan para ha cerlo el dolor como eficaz instrumento pedagógico. Nuestra cultura, la pedagogía moderna, es una excepción sólo parcial: se limita a utilizar únicamente el dolor de corazón, a sustituir las heridas externas por hemorragias internas, por la producción programada de neurosis -sibilinamente fomentadas por los psicólogos para encontrar trabajo- y por la incitación escolar al suicidio adolescente.

La supresión de la segregación educativa entre hombres y mujeres, la incorporación final de éstas a la Universidad acabaron con ese modelo masculino, agonístico y oral de iniciación al saber: el miedo a estropear esa máquina de reproducción en que, al menor. descuido, se convierte el cuerpo femenino, eliminó los castigos físicos; la escasez de Pentesileas intelectuales y la machista concesión a la supuesta inferioridad mental de las mujeres suprimió la guerra verbal ritualizada (y con ella, los exámenes orales y la consiguiente necesidad de cultivar el hablar bien y atesorar una memoria amplia y ágil). En definitiva, con la entrada de las mujeres en la Universidad, los hombres intelectualmente más mediocres y cobardes instalaron en esa institución, otrora venerable, la paz intelectual de los cementerios y permitieron la introducción en la enseñanza universitaria, el traslado de la vida privada a la pública, de todas las armas femeninas y ladinas artimañas (coquetería; seducción erótica; chantaje sentimental; maternalismo; familiaridad abusiva; conversión de los departamentos en hogares plurifamiliares; desarme del adversario y del profesor mediante el recurso a la compasión, el llanto y el impúdico relato de dramas íntimos; despotismo neurótico de ama de casa en la relación con el alumnado; sadismo filantrópico disfrazado como "comprensión y amor al estudiante"; sensiblería ... ) secularmente labradas y sabiamente pulidas por las huestes de Pandora a lo largo de la interminable guerra de sexos que desde los orígenes de la humanidad se libra, sin tregua y con oscilantes resultados, en esos mal disimulados campos de batalla que son la cama, el matrimonio, la pareja, el hogar, la familia, y la (in)comunicación inter-sexual.

Aunque también su conversión en mero mecanismo reproductor de la fuerza de trabajo sometido a los imperativos del mercado ha contribuido poderosamente a la degeneración de la enseñanza universitaria, no cabe duda que la feminización de la Universidad ha jugado un gran papel en su actual transformación en "cultural survival".

¿Ocurrirá lo mismo con la Iglesia si termina por ceder a las presiones feministas? Para cualquier mediano conocedor de su historia resulta obvio que los problemas del celibato sacerdotal y la ordenación de mujeres fueron y son un simple problema burocrático mejor o peor encubierto con retórica teológica. La Iglesia y el papado, en sus orígenes y a lo largo de sus sucesivas crisis, han sido lo bastante sabios como para darse cuenta de que su perduración institucional y el disciplinado mantenimiento de la jerarquía necesaria para ejercer su creciente poder exigía una doble exclusión de las mujeres: de cualquier puesto de autoridad y como cónjuges legalemente reconocidas del disciplinado clero.

El problema del sexo de los curas, que algunos introducen ingenuamente en la discusión sobre el celibato, ha tenido siempre en el seno de la Iglesia -a diferencia del difícil problema del sexo de los ángeles- una sencilla y sabia solución que les ha liberado, por añadidura, de las dudosas delicias del matrimonio y la paternidad. La debilidad de la carne lleva a los curas, como a todo hijo de vecino, a pecar con las hijas de Eva (o con los hijos de Adán, que de todo hay en la viña del Señor), pero para eso está el sacramento de la penitencia: uno peca, se confiesa, vuelve a pecar y a confesarse, en un ciclo incabable, confiando en que la infinita bondad divina se incline por elegir para el momento de la muerte un periodo de estado de gracia (y si no es así, mucha mala suerte hay que tener para que no le dé tiempo a uno a esbozar agonizante un "señormiojesucristo").

La doble exclusión eclesiástica de las mujeres no es sino uno de los múltiples aspectos de un largo proceso histórico de rutinización del carisma, burocratización organizativa y centralización institucional que conduce desde las primeras ecclesiae (reuniones de comunidades cristianas autónomas, sin organización establecida y carentes de autoridad burocrática no doctrinal, en las que gozaban del principal prestigio y predominio los "inspirados", profetas y apóstoles itinerantes, a quienes guiaba el Espíritu "que sopla donde quiere") hasta la monarquía papal.

Sólo el paso. desde esa inicial anarquía pneumática a la organización estructurada de cada comunidad generó el creciente poder del clero, la conversión de los primeros presbíteros (antiguos), epíscopos (vigilantes) y diáconos (servidores), que no eran al principio sino lo que sus nombres significan, en una jerarquía local de sacerdotes y obispos que mantenía relaciones de competencia y/ o colaboración con otras comunidades igualmente burocratizadas.

Sólo la larga lucha entre herejías (sectas) consolidó la autoridad de los obispos, y sólo el triunfo final de la secta gobernada por el obispo de Roma sobre la mayoría de sus comelitones que le disputaban la primacía (triunfo conseguido con armas tan "espirituales" como la guerra, la imposición autoritaria del dogma y la sistemática falsificación de documentos) condujeron a la monarquía papal y a la fundación del Estado Vaticano, inventor y maestro consumado de todas las artes de dominio que los posteriores Estados laicos se esforzaron después, con más o menos acierto, en imitar.

Sólo los sucesivos ejércitos espirituales del papado que fueron las órdenes religiosas (todas ellas comunidades de hombres célibes, mas no por ello castos) evitaron que la ignorancia doctrinal y la afición a las "barraganas" del clero medieval, abandonado a la soledad de sus parroquias, corroyera poco a poco la autoridad doctrinal, moral y política de la Iglesia.

En definitiva: aunque con un modelo distinto, que alcanzó su prematura y suicida perfección con los Templarios, como la academia que le precedió y la universidad que fundó, se constituyó, se reprodujo y se reproduce a partir de un paradigma bélico masculino progresivamente desplazado, una vez consolidado su dominio, desde la guerra abierta hacia la contienda retórica (apologética, inquisitorial y teológica) con la única e importante diferencia de que, en su caso, el libre diálogo universitario se vio sustituido o se subordinó al autoritarismo dogmático.

¿Qué resultado puede producir la introducción de las mujeres en lugares estratégicos de un edificio tan masculina y cuidadosamente edificado sino su progresiva demolición?, ¿cómo va a permitir un obispo que su autoridad sobre sus curas compita, en condiciones de clara desventaja, con el insidioso influjo cotidiano de las cónyuges de éstos?

¡Feministas del mundo entero: por más que os unais, con la Iglesia habeis topado!

Pese a mi escéptico pronóstico, si algún día tuviera tentaciones de suicidio, ahora ya conozco un antídoto seguro: la malsana curiosidad por contemplar un cónclave sexualmente mixto al que un Espíritu Santo juguetón inspirara la perversa idea de elegir una papisa.

es escritor y profesor de Antropología de la UNED.

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