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1993, el tiempo que viene

Nos aproximamos al final de un año, pero también de un siglo y de un milenio; por tanto, es normal caer en la tentación de hacer balance. Y puesto que todos nos hemos convertido en ciudadanos del mundo, la que se nos plantea es una cuestión imperativamente existencial. ¿Qué hemos hecho y qué podemos hacer? ¿Qué somos y qué seremos? ¿Hay que seguir a los historiadores que dicen "nada nuevo bajo el sol" o a los cronistas que afirman "siempre ocurre lo inesperado"? ¿Se puede hablar del hombre y del futuro de la humanidad como lo hacían nuestros padres y nuestros abuelos, por no hablar de nuestros antepasados y ancestros?Somos ciudadanos del mundo, en primer lugar, porque hemos dejado de considerarnos el centro del universo. Al viajar al espacio, hemos contemplado desde otros planetas el nuestro con ternura y desencanto. Hemos sabido que el universo actual tendría 15.000 millones de años. Hubo que esperar 10.500 millones de años para que se formara el sistema solar, y 11.000 millones años para que la sopa terrestre diera a luz la primera célula viva. En cuanto a nuestro antepasado el primer hombre, el Homo sapiens, no ha aparecido más que hace 200 millones de años. Somos los minúsculos ciudadanos de una Tierra minúscula a la que llamamos nuestro mundo. Esto nos resta importancia, pero nos ata más a nuestro planeta.

Somos, ante todo, ciudadanos del mundo por razones evidentes surgidas de la comunicación. Lo audiovisual, la informática y el fax -que, sin lugar a dudas, es la invención tecnológica más prodigiosa y más perturbadora- han penetrado en nuestras sociedades, influido en nuestras costumbres y hasta modificado nuestro comportamiento individual cotidiano. Es un fenómeno considerable, inmenso, cuyas repercusiones están todavía lejos de poder ser medidas, de ser incluso mensurables.

Para empezar, contentémonos con señalar, entre esas consecuencias, el hecho de que por primera vez la declaración de Montaigne que decía "nada de lo humano me es ajeno", en lugar de ser un deseo o una moral, se convierte en una constatación. Cada uno se ha convertido en el vecino o el prójimo del que está más alejado de él en esta tierra, no sólo porque puede ir a hacerle una visita, sino, sobre todo y esencialmente porque cada uno, quedándose en casa, puede estar informado de lo que ocurre en las regiones más lejanas. Es el sentimiento de distancia lo que está desapareciendo y el de interdependencia el que está naciendo.

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Todo balance sobre el hombre de este final del siglo XX debe integrar tres nuevas capacidades del género humano a las que bien se puede llamar prometeicas.

1. El hombre siempre ha sido capaz de matar a su vecino: con las armas nucleares tiene la capacidad de destruir su especie y contribuir a hacer de la presencia del hombre en el planeta un accidente. Millones de especies animales y vegetales han desaparecido. Sabemos que al hombre le puede pasar lo mismo.

2. El hombre era capaz de modificar la naturaleza en su provecho; abandonado a sí mismo, también lo es de destruir el medio ecológico que permitió el nacimiento de la vida. Es decir, no sólo puede destruir su especie, sino todas las especies.

3. Finalmente, el hombre era capaz de triunfar sobre las enfermedades. Con la genética, hoy es capaz de impedir la existencia de seres destinados a estar enfermos, o, según criterios arbitrarios, destinados a ser débiles o inútiles.

Estas tres observaciones sobre la ruptura con el pasado bastarían para producir todo tipo de vértigo. Sin embargo, hay que añadir otra que, como las anteriores, o casi, es fruto del progreso tecnológico y de las aventuras de la inteligencia: los hombres no han sido nunca tan numerosos. El crecimiento demográfico no conoce límite y los hombres no han sido jamás tan desiguales. La población del globo era de 252 millones en la época de Jesucristo, 253 millones en el año 1000, 400 millones en el 1200, 680 millones en 1700, 954 millones en 1800, 1.634 millones en 1900, 2.530 millones en 1950, 3.637 millones en 1970. Hoy somos 5.400 millones; en el año 2000 seremos 6.400 millones; en el año 2100 nos acercaremos a los 10.000 millones. El demógrafo Hervé le Bras ha llegado a esta penetrante conclusión: "Si en los próximos cien años Alemania conserva su actual fecundidad, no quedarán más que 15 millones de alemanes. Y si, por su lado, los kenianos mantienen su intensa reproducción, en la misma época serán 900 millones". Siempre pensando en una evolución en ese sentido, Bras prevé que las masas africanas y asiáticas se desbordarán hacia la vieja Europa, mientras que América Latina invadirá Estados Unidos y Canadá.

Son estas consideraciones las que definen nuestra nueva condición de ciudadanos del mundo porque delimitan problemas existenciales que no exigen soluciones individuales, nacionales, continentales, sino mundialistas. Como dice mi amigo Edgar Morin, ya no se debe hablar de nuestra madre patria, sino de nuestra tierra patria, manteniendo la vista fija en la supervivencia de nuestra condición.

Evidentemente, estos fenómenos no datan de hoy. Pero el hecho de que los ideólogos creyeran estar en posesión de la verdad para resolverlos ha hecho que no tuviéramos conciencia de ellos. Entre esos ideólogos han estado (y todavía lo están, especialmente en el caso del islam) los religiosos. Luego, los sabios, o mejor, los científicos, que han hecho un ídolo de la razón, contra la fe. Y, finalmente, los marxistas-leninistas, que han desafiado el sentido de la historia, han hecho del progreso un absoluto y han predicado la última buena nueva, según la cual la sociedad feliz prometida por los religiosos se realizaría en la tierra gracias a una historia finalista e idolatrada.

Pero se puede decir que en el debe del comunismo, además de las opresiones, deportaciones y matanzas de todos conocidas, está el hecho de que, al provocar la reacción de la guerra fría y la bienaventurada oposición del mundo libre, retrasó medio siglo la conciencia de los problemas existenciales de la nueva condición humana, hasta el punto de que se puede fechar el comienzo de la aparición de esta conciencia en la caída del muro de Berlín. Pero finalmente ya hemos llegado a ella, y las actuales convulsiones, ya tengan lugar en Somalia, en Bosnia-Herzegovina o en los antiguos territorios soviéticos, no deben desviarnos.

Sobre todo, no deberíamos equivocarnos acerca del sentido del odio que el hombre siente hacia su vecino, hacia su prójimo, hacia el extranjero y, finalmente, hacia el Otro. Estamos en el siglo de las personal desplazadas, de la confusión de las culturas, de la babelización de las lenguas. Antes se decía que cada uno debía quedarse en su sitio. Hoy nos damos cuenta de que no hay sitio para todos, y, en esas condiciones, el lugar de cada uno está en todas partes. Esto es lo que explica el anticosmopolitismo, la alergia xenófoba y el miedo racista.

El tiempo que viene es el de la nueva condición humana. Es el de la gestión de convulsiones que no son más que síntomas de miedo o de ceguera ante los problemas que cité al comienzo. En el interior de cada uno de nosotros hay una dialéctica entre el arraigamiento y el vagabundeo, entre la nostalgia de lo particular y la obligación hacia lo universal, entre el deseo de anclaje en una identidad y la solidaridad impuesta con los otros. Como este fin de siglo se ha instalado en lo imprevisible, los sabios e investigadores se preparan para la gestión del caos. Ya no encontramos salvación ni en Dios ni en la historia, y el progreso se refugia sólo en la admiración por el conocimiento, y ya no en el descubrimiento de la sabiduría. Para decirlo brevemente, hemos perdido el confort intelectual. No nos queda más que acompañar este pesimismo de la inteligencia con un optimismo de la voluntad, según una frase célebre atribuida a Granisci, que cada vez es más difícil aplicar.

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