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¡Oh, la mujer sacerdote!

Es desconcertante que la decisión de ordenar a las mujeres haya suscitado en Italia comentarios salaces y desaforados, como el de Sergio Quinzio, el mayor experto laico en temas religiosos, en un artículo de fondo publicado en nuestro más respetable diario, Corriere della Sera, el 12 de noviembre. El artículo se atrajo la reprobación de escritoras y periodistas italianas, cuya protesta se publicó en el periódico del 15 de noviembre. El más modesto buen gusto se ve atacado por grotescas valoraciones de este tipo; es como si los hombres reivindicaran el derecho a parir o a amamantar. En una espiral misógina, el comentarista arremete contra el discurso sobre la identidad -complejo concepto introducido en el feminismo más culto, y por Wojtyla en la Mulieris dignitatem, cuyo alcance no comprende-. Para el Papa, hay un divino en femenino. Para Quinzio, Dios sigue teniendo sólo barba, y afirma que, "mientras los curas cuelgan la sotana, las mujeres se la ponen". Con fantasía morbosa ve desfiles de moda con las maniquíes revestidas con ornamentos litúrgicos y hasta agitando el báculo. Concluye el artículo con gracia dieciochesca asimilando a las mujeres sacerdotes con el travestismo masculino, con los viados, los prostitutos de color que infestan Roma disfrazados de mujer. La clara condena del Vaticano es mucho más elegante y más respetuosa al expresar su desaprobación.Pongamos algo en claro: el feminismo histórico y el neofeminismo siempre han considerado a la Iglesia romana como su peor enemigo. Luego, en 1988, Wojtyla reabrió el debate, gracias a la Mulieris dignitatem. Wojtyla releía el evangelio desde el lado de ellas. A Jesús se le veía en constante diálogo con las mujeres y aparecía como un fascinante emancipador. Magdalena era el apóstol de los apóstoles. Se rehabilitaba a Eva (lo cual todavía hoy no todos aceptan en los sermones dominicales). Y además Wojtyla insistía en el genio femenino, en su entusiasmo hacia lo que es femenino y puede ser incluso superior a lo que es masculino. Abría en la jungla de la antigua misoginia de la Iglesia (Mielier taceat in Ecclesia) un nuevo sendero, que el polaco despejaba con vigorosos golpes en el interior de la selva patriarcal. Y concluía con audacia: "¡Y Dios confió el hombre a la mujer!". Acabábamos de salir por aquel entonces de la sádica burla de la igualdad comunista entre hombre y mujer. El muro se derrumbaría al año siguiente. El Papa incitaba a las mujeres al desquite. El genio de que se hicieron portadoras a lo largo de la historia se reforzaba con una genealogía femenina de inujeres excelsas, cuya lista señalaba. incluso a dos ilustres personalidades discutidas ferozmente por la Iglesia: Brígida de Suecia (1373), a la que quisieron quemar como hereje en Campo de Fiori, y Mary Ward (1645), encarcelada por el Santo Oficio. La encíclica insuflaba un potente aliento para reflexionar sobre la historia de las mujeres y sobre sus relaciones con la Iglesia. Por eso la hábil curia romana nunca la digirió del todo. Lo sufrí en propia carne cuando le dediqué un libro, con 29 análisis de teólogas y hombres de valía del mundo entero, Las mujeres según Wojtyla, también publicado en España. Muchas estudiosas, entre las Américas, el norte de Europa y el Reino Unido, saludaron el documento como un texto cariñoso, ilustrado, persuasivo, aunque se interrogaban sobre si no dejaría las cosas tal como estaban.

Mientras tanto, el viento soplaba con pujanza en las velas flojas de la Iglesia en femenino. Con el "retorno de lo religioso", sobre el que a menudo charlan para sí mismos nuestros grandes cerebros electrónicos, la encíclica ocupó en realidad el puesto más avanzado para las mujeres, a nivel mundial. De ella partió un ardiente debate sobre la mujer sacerdote. Según Kari Borresen, la teóloga católica noruega, que había sido alumna del cardenal Martini en la Gregoriana de Roma, las contradicciones de la encíclica estribaban en afirmar que las mujeres fueron creadas a imagen de Dios, pero que en cuanto seres humanos del sexo femenino son incapaces de obrar como presbíteros e in persona Christi. La doctrina y el simbolismo sostenidos por el Papa para remachar el no de la Iglesia al sacerdocio femenino les parecían inadecuados a las teólogas, ortodoxas y hasta musulmanas, por estar basados en la sola experiencia masculina. Los escritos de las mujeres, de las primeras comunidades eclesiales de los orígenes, habían sido sistemáticamente corregidos, manipulados, controlados y hasta censurados por la Iglesia institucional. El axioma de la subordinación femenina apareció, pues, como inscrito en el orden de la creación. Este debate creció a ojos vistas, y ha sido un debate muy profundo y serio. Como en la Iglesia anglicana. Es preciso reflexionar sobre ello para abandonar los integrismos cristianos, vengan de donde vengan.

Una observación más, histórica y política. Cuando se dio a conocer la encíclica de Wojtyla se habían puesto grandes esperanzas en su apasionada revalorización de las mujeres, incluso en la vida social, cultural y política. Pero la conmoción operada por el Papa no repercutió en absoluto en la situación de la mujer, ni en un reconocimiento de su genio (¿es que estáis locas?), ni en que ocupasen puestos de mando o de prestigio en nuestras sociedades ultradesarrolladas y en sus poderosos media. La encíclica pronto cumplirá cinco años. Y podemos preguntarnos perfectamente: ¿qué ha cambiado en Italia? ¡Nada! Nuestro entusiasmo, y el mío propio, tenía su origen en la miserable condición de las mujeres italianas. A lo largo de estos años, por el contrario, se han visto rechazadas cada vez más, a codazos, en todas partes, aun siendo, recuérdese, en la negra noche de Comisionópolis, entre una clase política corrompida, las únicas personas honradas. El caso único de la reciente elección de una mujer, Rosa Russo Jervolini, como presidenta de la DC no hace sino confirmar la regla. En cuanto a Europa, las señales del malestar femenino han sido explícitas. En Dinamarca fue el voto femenino el que condenó Maastricht. En el referéndum francés, el 40% de las mujeres de entre 20 y 30 años votó no a Europa, porque sienten que estas tierras nuestras están dominadas con brutales modales por amos absolutos, entre partidos y Gobiernos, entre mafias, corruptores y cómplices varios. Estos no tienen en cuenta la vida real, ni mucho menos el ingenio de las mujeres, las cuales, como siempre, sirven estupendamente, y sobre todo, para la publicidad, los negocios, el comercio de los cuerpos, el espectáculo planetario, para ensalzar el Sex de Madonna...

En cuanto a las mujeres sacerdotes, nunca me han entusiasmado especialmente. Pienso que sólo una revolución cultural, un cambio en la actual y dura jerarquía eclesiástica, una evolución de sus rígidas normas estructurales, podrían dar sentido al ingreso de las mujeres. Si la mujer sacerdote de los anglicanos significa sólo un reforzamiento del aparato de esa Iglesia, con nuevas y generosas subalternas que, además de barrer los suelos y lavar los paramentos sagrados, digan también misa, ¿de qué nos sirve? Yo concibo las victorias de las mujeres de un modo más vasto, en el amplio frente de la humanidad femenina. Que es a un tiempo político, social y religioso. Ahora nos hallamos sólo ante una experiencia de laboratorio de la Iglesia anglicana, creada por un tropel de apasionadas religiosas. No sabemos cómo marcharán las cosas. Por ello espero que la reacción de Roma no sea ni exagerada ni acre. Y que antes de poner en crisis el ecumenismo, antes de comentar un acontecimiento que en cualquier caso es histórico, se relea la soberbia carta de Wojtyla sobre la dignidad de la mujer. Al sacarla del polvo entre el que yace en la inmensa biblioteca vaticana se entenderán dos o tres cosas más, no sólo de lo ocurrido en estos años, sino de lo sucedido en Londres.-

es escritora y periodista italiana.Traducción: Esther Benítez.

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