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La soledad de un don nadie

Los parias de la caravana y sus segundos de gloria

Francisco Peregil

La soledad es un hombre paseando a las cuatro de la madrugada sobre los platos rotos que dejaron por la tarde los payasos en la pista. Piensa en los tres hijos que dejó en Lima, en el papel que le echaron por la puerta de la oficina -"te quedan los días contados. Sendero Luminoso"- y en el día en que abandonará el circo. Javier, el peruano, guarda la carpa por la noche, nunca habla con sus compañeros, y nunca una queja ni un elogio salieron de su boca.En un momento del espectáculo, el presentador hace un alto: "Y ahora quiero hacer mención especial para unos hombres sin los que este maravilloso espectáculo no sería posible. Son los chicos de la pista". En ese momento salen El Luky, El Cristo -no Ángel Cristo- y otros colegas, vestidos con un mono naranja. Es el segundo de gloria para anónimos como el pintor que decoró los camiones del Popey con payasos y firmó como don Nadie. Unos aguantan en el circo porque los inviernos son duros y necesitan un lugar para dormir -el caso, del peruano-, algunos huyen de su pasado o del futuro; y otros simplemente disfrutan así. Cobran 90.000 pesetas al mes, duermen en una caravana de 20 literas y no suelen relacionarse con los artistas.

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El Luky, de 39 años, alto y desgarbado, podría trabajar en el restaurante de su padre, ordenando a los camareros que recojan la basura. Pero prefiere ser un don Nadie que caga y mea entre los coches, los bares y descampados y que come cuando El Sardina tiene a bien llamarles. ¿Y por qué? Porque le gusta su trabajo: desmontar la jaula de los leones, tender una lona sobre la pista, quitarla, colocar todo el montaje de los monos y los perritos, y retiralo después.

En seis años ha pasado por varios circos; en algunos de ellos, los dueños le pegaban -y no es el único en quejarse de las estallinas de los patrones-, en otros no le pagaban a tiempo, y si conquistaba a una chica tenía que hacer el amor en las cabinas de los camiones. Pero le gusta la libertad, el conocer pueblos recónditos, patearse todas las calles de España.

El mejor amigo de El Luky es El Sardina-" nunca doy mi verdadero nombre"-, un vallecano de 45 años, bajito, con bigote, y una historia sólo apta para buenos oyentes. La madre nunca lo quiso; le hacía dormir en el portal de su casa, y cuando pudo se fue a la mili y después a la feria. Ahora discute con Agustín Núñez de Arenas, alias El Cristo.

-Le estoy diciendo a usted educadamente -decía El Cristo-, que muchas veces tiene la comida hecha y no quiere servirla hasta que llegan todos. Así se enfría.

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-¡No digas tonterías, hombre!

-No, estoy razonándole a usted palabras.

-Sí, razonándorne leches.

El Cristo huye de su pasado. De una mujer que le destrozó la vida, de un juicio de separación y de la nostalgia de su hijo y dos hijas (ahora de unos veinte años).

Jura que nunca le pegó a ella, que sólo les hacía beber agua, como castigo porque no le dejaban dormir por la noche. "A veces estaban por la mañana calentitas en la cama, y yo las despertaba: 'Venga, a beber agua!'. Me decían: 'Pero si no estamos haciendo nada'. Y yo: 'Pero así no lo hacéis esta noche'.

Al rato empiezan a hablar de los marroquíes, que suponen para ellos lo mismo que los gimnastas del Este para los artistas: competencia desleal. Y la bronca, olvidada en un segundo.

-¿Tú sabes lo que es el circo?

-No.

-Pues esto: en el circo no se come, se ríe.

-Sí, por no llorar.

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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