La pasión y la barbaríe
El programa televisivo sobre el V Centenario discurría por los cauces habituales: tres siglos en una píldora, una gota de reconocimiento y una cascada de justificaciones. Tras una razonable exposición por un especialista de lo que significó la viruela como pandemia desastrosa para los indígenas, la explicación general de que la tal viruela fue la culpable de todo el desplome demográfico indígena. Luego llegó el turno de Las Casas. De la intervención del especialista, por lo demás magnífico conocedor de la obra del dominico, quedó sólo un rasgo en pantalla: el carácter apasionado de su defensa de los indios, su exageración. Y a otro asunto, no sin mencionar la voz en off de pasada la leyenda negra.
En principio, el episodio no tendría mayor importancia. La exageración de Las Casas fue elevada ya a patología por uno de nuestros más respetables historiadores, Ramón Menéndez Pidal, y su obra siempre incomodó a la conciencia nacionalista, aunque ello no impidiera su utilización a modo de coartada para resaltar el ambiente de tolerancia en los debates sobre la Conquista. Tal enfoque es además congruente con el espíritu que ha presidido las celebraciones centenarias de este 92, convertidas, por disposición superior, en ejercicio no de reencuentro, sino de desmemoria colectiva respecto de aquellos acontecimientos decisivos tanto para América como para España. Del pentacentenario nos quedará el esqueleto de una Disneylandia multinacional en la que mucha gente se lo pasó muy bien (lo que ya es algo), un tren símbolo de irracionalidad inversora y bastantes deudas. En principio, una evocación más de la pasión excesiva de Las Casas sólo merece el olvido.
Las cosas cambian si ponemos en relación el pasado y el presente, si tenemos en cuenta que sólo hace unos meses voces autorizadas creían también que era un sinsentido hablar en España de amenaza de lo que llamé "el vuelo negro", del regreso del fascismo, al igual que en otros países europeos, ahora de la mano de la violencia racista contra el otro, sea etíope, árabe, negro o hispanoamericano. Tras la muerte emblemática ocurrida en Aravaca, vale la pena seguir insistiendo: hay que actuar a fondo sobre la conciencia social de los españoles, en una situación de crisis económica como la actual, para evitar que el racismo crezca como mancha de aceite. Y uno de los caminos para ello consiste en mantener viva la memoria histórica. Respecto del fascismo y en relación con nuestra propia historia, en particular sobre esa prolongada peripecia americana en que se muestran ya los principales elementos de destrucción propios de la mentalidad colonial moderna, de la que tantos residuos quedan en el europeo de hoy.
Por eso, la pasión de Las Casas resulta justa, y actual, aun cuando exagerase los datos para reforzar el efecto de su verdad. La auténtica y negativa exageración fue la cometida por los conquistadores en el trato con los indígenas al desarrollar una empresa de depredación por otros aspectos fabulosa. Fue, también, un genocidio más en la historia, y los genocidios no se justifican entre si, se suman como testimonio de la barbarie que pueden revestir los actos del hombre supuestamente civilizado. Las denuncias lascasianas, además, no fueron soñadas; proceden de una observación directa, iniciada precisamente como conquistador, encomendero, sujeto del proceso de destrucción de los indios. De este punto de partida, conforme han trazado Bataillon y Saint Lu, su camino va alcanzando propuestas cada vez más radicales de defensa de los indios hasta la construcción de una utopía, la Vera Paz, de una comunidad de indios evangelizados, protegidos de los conquistadores. El sentido práctico de su exageración quedó de manifiesto en la incesante presión personal que contribuyó a la normativa protectora de las Leyes de Indias. Desde luego, más vale exagerar que callar.
La actitud de Las Casas suele, asimismo, utilizarse para una legitimación general de la labor evangelizadora, contraponiendo el polo positivo de los frailes al negativo de los encomenderos. Esto no fue cierto, ni siquiera para los frailes dominicos que el propio Las Casas dejó en Chiapas, tras desempeñar el obispado, con la consigna expresa de proteger a los indios, recompensada por éstos con un alto grado de confianza inicial. Como relata Robert Wasserstrom en su libro Clase y sociedad en el centro de Chiapas, los frailes pronto moderaron sus críticas y en el último cuarto del XVI se habían adherido en cuerpo y alma al sistema de explotación, convirtiéndose de mendicantes en terratenientes y ganaderos tras utilizar sin reservas todo el trabajo forzoso disponible de los indígenas para construir sus edificios religiosos (el cabildo de la ciudad asignó 16.000 indios para construir el convento dominico y declaró que "cuando se gastaran (sic) les darían más". A fin de siglo ya hubo manifestaciones de rebeldía religiosa precisamente entre los indios incorporados desde tiempo atrás a las cofradías de los frailes: decían que éstos "los han engañado con sus iglesias y sus leyes" y "ahora dicen que todo el cristianismo es una burla". Cerradas sobre sí mismas, y frente a eclesiásticos y caciques, las comunidades indígenas de Chiapas fueron las únicas en asumir la enseñanza de Las Casas, manteniendo por espacio de siglos una creencia propia, que con el tiempo ofreció una imagen de continuidad, cuando realmente fue el producto de una rebeldía tras el fracaso-estafa de la evangelización.
No se agotan aquí los aspectos olvidados, salvo para algunos especialistas, del pensamiento de Las Casas. Se insiste siempre en su papel de defensor de los indios y bastante menos en que su prolongada vida intelectual le permite cerrar el círculo, descubriendo cuál era el soporte social y político de la destrucción de las Indias. No era otro que la propia naturaleza del poder en España, tema al que dedica un tratado, De regia potestate, "del poder real", escrito ya bajo las condiciones de censura de Felipe II, y publicado fuera de España, en 1571. Cuatro siglos tardó en ver la luz desde nuestro país. La construcción del libro no es nada moderna y formalmente se sitúa en una línea de argumentación que arranca con las Partidas y sigue con los glosadores; conforme explica Pérez Prendes, en sus manos deriva del rechazo de las donaciones reales a una fundamentación democrática del poder. La terminología bajomedieval se pone al servicio de una idea muy clara: los pueblos son libres y el rey, que gobierna por consentimiento de aquéllos, ha de respetar siempre semejante libertad. "El pueblo fue anterior, en naturaleza y en el tiempo, a los propios reyes". La libertad es un valor inestimable. Entregar la jurisdicción, la venta de los indios por la Corona, es algo contrario al derecho divino y natural. La unidad política es una unión de voluntades de ciudadanos libres. En los asuntos que afecten a la colectividad, el rey no puede obrar sin el consentimiento de todos los hombres libres: no es señor, sino administrador.
Ahora bien, sólo faltaría que alguien recuperase el tratado de Las Casas para exhibir a un adelantado de la democracia en la España de Felipe II. En realidad, la obra no dejaba de ser una última denuncia, una enmienda a la totalidad frente a un absolutismo cada vez más cerrado, prolongando la tradición democrática bajomedieval. El legado lascasiano consistió en la prudente, pero incansable, oposición a un sistema destructor del hombre y del cristiano y, desde sus coordenadas, en el reconocimiento del otro. No hay que insistir en que es una herencia intelectual más valiosa que los ciegos festejos del Centenario, las cuales de poco sirven si aspiramos a tener una sociedad abierta, capaz de reconocer la realidad, la dura realidad de la relación hoy existente entre nosotros y los extracomunitarios, como fuera dura e injusta la que se estableció por la Conquista. Sin esa voluntad de mirarnos en el espejo y de contar lo que vemos, como hizo Las Casas, difícilmente se podrá escapar a la xenofobia y al racismo.
es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.
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