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La Europa truncada

El no de los daneses al Tratado de Maastricht, la división en dos mitades de los electores franceses con una apretada victoria del sí y, sobre todo, el terremoto acaecido en el sistema monetario europeo, cuya solidez era un prerrequisito para llevar adelante la nueva fase de la unidad europea, han abierto una discusión cada vez más polémica y denotan incertidumbres crecientes sobre cómo debe ser el futuro de Europa.Un factor positivo de, todo ello es que el debate acerca de Europa ha descendido de los círculos de iniciados hasta llegar a la opinión pública. Cierto que entre los oponentes al tratado se encuentra un importante sector nacionalista, antieuropeo, que hasta ahora sólo a regañadientes había sido testigo silencioso del proceso unitario. Existe también un sector mucho más numeroso que niega su apoyo a lo acordado en Maastricht sin que ello afecte a su consideración de europeístas. Con su resistencia tratan de hacer patente sus reservas a las prioridades de objetivos, a las carencias y a los procedimientos que dominan hoy en el camino de la unidad europea. Sus argumentos no difieren en exceso de los que defienden un sí estratégico al tratado por posibilismo político, ya que creen que cualquier renegociación de éste será para peor.

Pues la Europa diseñada por sus arquitectos políticos nos aparece como un torso de geometría incompleta, en el que se aprecian graves desequilibrios económicos y sociales y que adolece de importantes limitaciones democráticas.

Es congruente que una plena unidad política, social y económica culmine en una unidad monetaria. Pero es mucho más cuestionable que se privilegie la unión monetaria cuando no se impulsan con la misma intensida y a la par las estructuras democráticas y la cohesión social de la nueva Europa. La profunda desarmonía del proceso se hace cada vez más perceptible cuando se contempla la ausencia de una opinión pública europeísta. La gran virtud del referéndum francés ha sido darla a luz en la confrontación y en la divergencia. En una construcción democrática de Europa es indispensable el dinamismo de esta alma colectiva europea, que se resista a ir conducida a remolque por sus gobernantes a la vez que tome conciencia del protagonismo que debe corresponderle.

El proyecto europeo de los gobernantes, demasiado sigiloso, ha estado impregnado de desconfianza con respecto a la voz de los ciudadanos. A éstos se les ha adjudicado preferentemente el papel de eco o comparsa en torno a las complejas decisiones de los políticos, asesorados por sus expertos y cerebros. Síntoma de ello, cuando entre nosotros la opinión pública ha comenzado a despertar y a preguntarse a dónde conduce el proceso, los gobernantes han expresado, por vez primera, la necesidad de informar y explicar. Verbos que, aluden a una tarea de carácter didáctico, que sugieren de antemano la razón y la bondad del camino emprendido y que no contemplan la participación de la mayoría en qué decisiones se deban tomar. Ello delata el vicio predemocrático de someter a los gobernados a la tutela de los gobernantes. La resistencia a la consulta popular ha llegado a explicitarse en el temor de que los pueblos desbaraten los acuerdos de los técnicos y especialistas. Pero la construcción de Europa es un proyecto político, social y cultural de tal envergadura que resulta iluso pretender llevarlo a cabo sin el apoyo de un gran movimiento europeísta en el que se inserte la mayoría de sus ciudadanos. Esta desconfianza subyacente con respecto a la competencia de los ciudadanos en el debate ha desembocado en el galimatías actual, en el que algunos Gobiernos otorgan a los electores la potestad de decidir en referéndum por sí y por los demás europeos, que no participan, mientras que en la mayoría de los Estados se niega esta consulta.

Existe también en el actual diseño europeo una reticencia a desarrollar los organismos democráticos. El Parlamento Europeo -la única instancia común con aval popular directores soslayado, desoído, menospreciado. Parece, con frecuencia, que sus resoluciones sobre temas cruciales (económicos, sociales, de política ambiental, inmigración, racismo y xenofobia en Europa, objeción de conciencia, cooperación con el Tercer Mundo) se decidieran en un continente distinto al nuestro. Su inoperancia, consecuentemente, lo está convirtiendo en una institución sin crédito, "un patio de recreo de colegio". Así la ha descrito recientemente Günter Grass.

Simultáneamente, resalta la debilidad de los controles sociales, la precariedad de las facultades y garantías jurídicas en la comunidad, en contraste con el potente desarrollo de los resortes represivos y policiales activados por acuerdos intergubernamentales al margen de las instituciones comunitarias.

En lo que se refiere al ámbito económico, Maastricht ha concitado importantes desacuerdos desde ópticas diversas. Resulta revelador que durante su gestación no haya habido un debate ideológico sobre políticas económicas alternativas. Pareciera como si se tratara de una cuestión exclusivamente técnica, en donde no se diferenciaran las opciones conservadoras de las procedentes de la tradición socialista. Pero programas de esta ambición y las medidas consiguientes nunca son socialmente neutrales. Por ello, el debate reprimido ha estallado, aun cuando tardíamente. Sectores importantes se han rebelado ante la seducción monetaria a la que se han sometido los gobernantes signatarios del acuerdo. La convergencia nominal impuesta es muy exigente para los países de la Comunidad de menor desarrollo. Durante los próximos años, hasta el fin de siglo, se comprometen a conducir políticas económicas muy duras, de ajuste restrictivo con elevados costes sociales. Estas exigencias no se ven acompañadas de estímulos y proyectos sólidos para una convergencia en lo que se refiere a la creación homogénea de riqueza y desarrollo, a su distribución equitativa, favoreciendo a la vez programas de pleno empleo, mejora de la sanidad pública y mejor protección social de los colectivos más desfavorecidos. Maastricht cree aún demasiado en la magia del artificio monetario, cuando hoy ya es posible efectuar un balance negativo de sus efectos, resultado de la parcialidad de sus tesis. Sus más fervorosos seguidores en la década pasada fueron los políticos conservadores del Reino Unido y EE UU. Sus programas económicos han desembocado en sociedades con crecientes desigualdades, con más dificultades para la integración cohesionada de las clases sociales, en las que ha crecido sensiblemente el paro, y se han mostrado incapaces de favorecer una expansión sostenida de índices de prosperidad.

La consecuencia de sus aplicaciones en América Latina ha sido desastrosa, incrementando terriblemente la pobreza y la marginación. En los países de la OCDE empieza a ser una conclusión compartida que la forma como se ha instrumentado esos años la lucha contra la inflación está en relación de causa y efecto con el severo aumento del desempleo en sus Estados miembros. Es reciente el fracaso del último proceso artificial de unión monetaria realizado en la antigua República Democrática Alemana. Ha sido una de las principales causas del derrumbamiento material de un país que poseía un estimable nivel de desarrollo industrial. Hoy, en Alemania, tirios y troyanos reconocen que el relanzamiento de aquella economía no es verosímil ni con recetas monetaristas ni con la creencia beatífica en los milagros del mercado. Por el contrario, se está imponiendo la necesidad de una fuerte intervención estatal en la economía, con una búsqueda recaudatoria ingente no sólo, ni principalmente, mediante los impuestos a los asalariados. Y los socialdemócratas propugnan ya una asunción renovada de los supuestos keynesianos. Así, Maastricht, antes de nacer, puede quedar desfasado por aferrarse a esquemas dominantes en la década dorada de los economistas liberales, cuando sus malos resultados están promoviendo su revisión.

La Europa del futuro tiene que incluir mucho más que un bien contorneado acuerdo de integración comercial y monetaria, acompañado de un desvaído proyecto común, mezcla de fragmentos de instituciones, algunas renqueantes, y de afirmaciones bienintencionadas. Los revulsivos recientes en la opinión pública son susceptibles de enseñarnos a todos que la construcción europea no puede hacerse por encima de los ciudadanos. Más allá de la controversia sobre sí o no al tratado, Maastricht es una oportunidad para rectificar.

José A. Gimbernat es presidente de la Asociación Pro Derechos Humanos de España.

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