Agnósticos
Tres hechos me inducen a escribir este artículo. Tres hechos significativos del gran cambio que ha dado en pocos años nuestro país. El primero es la comida que tuve con antiguos amigos, que no viejos, rememorando pasadas lides en aquella revista que fue como una especie de reconfortante islote en la enrarecida época de la dictadura y que se llamaba Triunfo.El segundo es el Foro del Hecho Religioso, que, convocado por una serie de amigos, se organiza con el apoyo del Instituto Fe y Secularidad y que este año ha versado sobre el agnosticismo, con la colaboración activa de creyentes y no creyentes.
Y por último, ha sido la estadística publicada por la Fundación Santa María, hecha con todo rigor científico, en la que sale que el 25% de los españoles es indiferente o ateo declarado, y en proporción de tres a uno, y que pasa igualmente en todo el mundo de hoy: la proporción de agnósticos o indiferentes y ateos es del 23% en 1988, según la World Christian Encyclopaedia.
El fenómeno religioso más importante hoy es doble: por un lado, la acelerada multiplicación del islamismo, cuando el catolicismo está estancado en la misma proporción de principios de siglo, y el aumento del agnosticismo y ateísmo, desde hace 100 años, que subió no al doble, como los musulmanes, sino cerca de cien veces en proporción al incremento de población.
Ahí están los hechos, a meditar por los que somos creyentes.
¿Qué ha pasado en nuestro mundo para que se dé este cambio radical?
Sin duda, la madurez que haadquirido la razón es la causa fu ndamental del salto dado desde la ingenuidad y el infantilismo religiosos que dom`iinaban a una postura más madura.
Uno de los comensales allí presentes en la comida se indignaba contra la concepción humanamente dañosa sobre Dios de una hermana suya, muy católica. Y por cosas como ésa se declaraba contrario a toda religión, que consideraba nefasta para el ser humano.
¿Y qué Dios era este de esos creyentes?: un Dios en el cual yo, sinceramente, tampoco creo, y del que podía considerarme incluso antiteísta, como Albert Camus en su gran novela La peste.
Para tener una correcta concepción de Dios habría que acudir -pienso yo- a esos grandes hombres y mujeres religiosos que son los místicos de cualquier religión seria. Y los mejores señalan que Dios es inefable, y nada podemos decir de él con palabras e ideas, sino que es una experiencia profunda en su vida, de carácter enriquecedor, que les proporciona nuevas fuerzas en bien de los demás. Me refiero lo mismo al mundo musulmán, con la gran figura de Al Hallaj, o los sufies como Ben Arabi, o el rey budista indio Asóka, y hoy los vedantistas Vivekananda o Gandhi, o la fundadora santa Teresa de Ávila, y antes que ella el activo maestro Eckhart, y hoy la ma dre Teresa de Calcuta.
Los grandes místicos parten de que Dios es indescriptible, innominable; que ante nuestras ideas es "el desierto", "la nada", "el vacío". Y que sólo lo capta la "fina punta del alma". No son las famosas pruebas de santo Tomás las que nos aceÉcan a él, sino nuestra razón reflexionando sobre esta experiencia, como quería ese olvidado teólogo, el mejor comentarista de san Juan de la Cruz, el padre Crisógono de Jesús, O. C. D., el cual se revolvía, como Unamuno, contra esas demostraciones abstractas que sólo han hecho ateos.
El Dios del catecismo tradicional, como un Señor infinitamente bueno, sabio, justo, premiador de buenos y castigador -de malos, no existe. Así lo enseñó el primer maestro de místicos, el seudo-Dionisio del siglo V, y siguieron por su camino el maestro Eckhart, en el siglo XIII, y el sacerdote católico Angelus Silesius, en el XVII. Aquél enseñó: "Hay más verdad en negar que Dios es bueno, es sabio, que en afirmarlo". El segundo decía: "Dios es sin nombre; y si yo digo que es bueno, no es verdad, yo soy bueno; pero Dios no lo es, ni tampoco sabio". Y el último enseñaba: "Lo que se dice de Dios no me satisface; Dios es pura nada que ninguno toca, porque cuanto más crees captarle, más se escapa a tu afán de estrecharle". Ésta fue también la postura de los grandes pensadores cristianos de los primeros siglos, porque "quien se haya imaginado ver a Dios, se ha visto a sí mismo y a sus imaginaciones" (S. Efren).
Si me lee un católico puede que se quede extrañado de conocer por primera vez lo que estos grandes personajes de la Iglesia enseñaron y se nos había ocultado. Que también lo dijeron san Agustín o santo Tomás. "Dios", decía aquél, "es inefable, y más fácilmente podemos decir lo que no es que lo que es"; y el de Aquino repetía: "De Dios no podemos saber lo que es, sino lo que no es".
Me indigna que a los católicos esto no se nos haya dicho, sino que, en nuestros catecismos, libros de religión y manuales de teología al uso, se nos enseñara lo contrario, cuando la declaración solemne del Concilio IV de Letrán, en el año 1215, decía: "Entre el Creador y lo creado hay más desemejanza que semejanza"; luego las palabras sacadas de nuestra experiencia humana no son representativas de Dios, son antropomorfismos nada más.
Pero no necesito ir tan lejos, me basta acudir. hoy al catecismo -que extraigo de mi colección de 1.000 de todo el mundo- del teólogo y párroco italiano Pedro Riches -que, con excelente buen humor no exento de ironía, dedica a los "ignorantes cultos"- para saber hoy lo mismo. Recuerda que "con la palabra Dios nos referimos a un ser que trasciende la humana naturaleza y es el origen y la razón que está tras el universo". Y este Dios "no es bueno, ni inteligente, ni omnipotente, ni omnisciente; porque éstos son atributos humanos, y sólo pueden ser aplicados a Dios impropiamente". Estamos en un "agnosticismo de representación" (Gibson), o de definición"(Sertillanges, O. P.), que supera esa "rnetafísica de pacotilla" que nos habían suministrado. Dios está fuera de las categorías de "espíritu, persona, bondad, inteligencia, justicia, poder...", dice aquel filósofo dominico y tomista. Todo ello coincide sustancialmente con lo que confiesa el agnóstico profesor Tierno Galván: "De Dios no sabemos nada, salvo que es una hipótesis"; hipótesis que es la que mejor recoge nuestras experiencias, según el católico astrofísico Whittaker. Para Tierno, un Dios personal es impensable; incluso acepta un fundamento, pero no personalizado; y que no es trascendente, sino que está en la vida. Ahora bien, ¿no coincidiría esto con la experiencia mística que llega a decir, con san Alberto Magno: "Elevarse a Dios no es otra cosa que entrar en uno mismo"; y con Ángelus Silesius: "Toda la fuente está en ti; no cierres su salida y el agua manará"? Dios "no interviene, no hace; se limita a ser el fundamento de todo ser y de toda acción" (Sertillanges).
¿Cuál es entonces la diferencia entre un agnóstico y un creyente en Dios?; lo que contestaba Tierno: "La fe" que afirma. No sentir esa apertura al misterio, que no tienen ellos; y que, a mí, creyente, no me preocupa, puesto que tienen lo principal; que, al rechazar al Dios de esos creyentes infantiles, tienen indirectamente una más correcta idea de él que muchos creyentes. Como decía Le Roy -el filósofo católico execrado por la jerarquía eclesiástica-: "No hay más ateos que los que se encierran en sí mismos y no se abren a algo que les desarrolle".
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