Hábitos y leyes
EN LA larga pugna entre quienes detentan el poder y quienes lo padecen, los hábitos sociales han sido con frecuencia centro- de polémica. Fumadores y no fumadores parecen enfrascados en una contienda que alcanza ya el cenit del organigrama administrativo: la promulgación de leyes y disposiciones que tratan de regularla. Francia ha sido pionera en esas ansias ordenancistas con una ley antitabaco que penaliza el hábito en todos los locales y servicios públicos, y -todo parece indicarlo- los partidarios de restringir o limitar el consumo público ganan terreno. Conviene citar en tal sentido la prohibición -cada vez más generalizada, España incluida- de fumar en los vuelos nacionales o la dura pugna que mantienen los fabricantes por evitar la prohibición total de cualquier tipo de publicidad en los medios de comunicación en los países comunitarios.Ciertamente, el no fumador tiene el derecho a no convertirse en fumador pasivo, algo que no suelen discutir los que desean mantener su dosis cotidiana de envenenamiento pulmonar. Pero hasta ahora, la convivencia entre los dos bandos se había basado en normas no escritas de cortesía y educación. Desde hace un tiempo, la cortesía ha dejado paso a las presiones hasta desembocar en la legislación restrictiva. Es decir, se ha judicializado la cuestión: poco falta para que fumar se convierta en un delito. Naturalmente, la segunda parte del problema es la aplicación de la ley y, por lo visto hasta la fecha en Francia, no es fácil llevar a la práctica las disposiciones legislativas. Tampoco parece sencillo o barato habilitar espacios para fumadores en las empresas, ni fácil calcular el tiempo laboral que se perdería por el citado hábito.
Modificar una costumbre por decreto o ley es, como reconoció el propio ministro de Sanidad francés, Bernard Kouchner, "una cuestión de años". Cabe preguntarse sobre las razones que han justificado una legislación como la francesa que bien pudiera ser la primera de una serie de leyes similares por parte del resto de los países en los que la presión de los no fumadores es notable. Si, como se suele afirmar, se debe a un reverdecido papel estatal en defensa de la salud de sus ciudadanos, tampoco estaría de más que se pensara en normas similares para otras drogas legalizadas como el alcohol u otros factores de accidentes, muertes o desequilibrios: desde los automóviles hasta la fatiga por exceso de trabajo, o la angustia que genera el no tenerlo, sin citar, naturalmente, los deportes violentos o, en el límite, las guerras.
El sentido común parece propiciar que el acuerdo entre quienes no desean ser fumadores pasivos y los que deciden asumir los riesgos del tabaco se resuelva sin necesidad de penalizar a estos últimos, ni relegar a los primeros a los confines de los bares o locales públicos. Retomar, en suma, la civilizada convivencia que ha permitido hasta la fecha la existencia de los dos bandos sin que fuese necesario recurrir a ninguna tipificación penal, una convivencia en la que, además, los fumadores han mostrado una digna comprensión de las legítimas aspiraciones de quienes han renunciado al tan mencionado vicio.
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