Máquinas
Los caballos también van al cielo, sobre todo aquellos que galoparon llenos de felicidad alguna vez en la tierra. Y no sólo ellos: Al llegar a la patria celestial, si uno ha sido muy inocente, verá las escalinatas del paraíso repletas de perros, gatos, ciervos, corderos, terneras, gallinas: todos los animales que habíamos amado, todos los que habíamos devorado. En el cielo podré acariciar de nuevo a la yegua Maravilla, aquella que en mi niñez me llevaba a la mar en una tartana con asientos de terciopelo raído. Recuerdo su grupa sudada bajo el sol de julio, cuando tiraba con músculos muy marcados por los primeros arenales entre piteras haciendo sonar los campanillos de la collera dentro del fragor de la resaca y éste se confundía con una alegría azul sin bridas. Pero al paraíso o al infierno no sólo van ya los animales y las personas, sino también las máquinas, y este dato es el que marca realmente el inicio de la modernidad. Algunas máquinas tienen alma, y conocen el bien y el mal como las bestias más finas. Hay caballos que saben cuándo sus jinetes cabalgan borrachos: si tienen buen corazón, entonces ellos mismos los conducen a casa y los acuestan; si son malvados, los arrojan a un barranco. Igualmente sucede con los coches, con los barcos. Algunos de estos ingenios llevan dentro un ángel bueno que los guían, otros están agitados sólo por el maligno. Al contemplar un cementerio de automóviles o el desguace de una naviera, pienso que allí hay máquinas que han sido perfectas, y su alma, junto con los caballos, irán al paraíso; en cambio, aquellos que a plena conciencia se rebelaron y aplastaron o naufragaron a sus dueños estarán en el infierno en compañía de todos los animales impuros. Si voy al cielo veré a la yegua Maravilla de mi infancia, y al Seat 600 que me llevaba al claro del bosque con el amor, y aquel barco de vela en el que navegaba. ¿Dónde estarán ahora sus restos mortales? Desde algún lugar del universo, su alma me estará mirando junto con todos los animales que he adorado, que me he comido.
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