Bush, Witiza y Churchill
De cómo se puede ganar una guerra y perder una presidencia
Cuanto más se acerca "el primer martes después del primer domingo de noviembre", fecha fijada constitucionalmente desde hace más de dos siglos para la celebración de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, más se parece George Bush al penúltimo rey visigodo de España, Witiza. Si "incierto e inseguro se presentaba el reinado de Witiza", como proclamaban los libros de bachillerato del plan de estudios de 1938, no menos "incierta e insegura" se perfila la permanencia en la Casa Blanca del 41º presidente norteamericano después del próximo 3 de noviembre.
Si las encuestas de opinión mantienen su tendencia actual en las dos últimas semanas de campaña, George Herbert Walker Bush puede convertirse en el cuarto presidente de Estados Unidos de este siglo que sólo ha conseguido ganar un único mandato. William Taft, Herbert Hoover y Jimmy Carter son los otros tres.Con un agravante: ninguno de sus tres predecesores contó con un apoyo popular cercano al 90%, como le ocurrió a Bush en la, primavera de 1991 tras la victoria de la guerra del Golfo. Hechas las salvedades necesarias, al presidente norteamericano le podría suceder lo mismo que al primer ministro britanico, Winston Churchill, en 1945: que perdió las elecciones después de ganar la guerra.
Hace un año, la popularidad del actual presidente era tan abrumadora y evidente que tanto los "eternos presidenciables" del Partido Demócrata, el gobernado
Mario Cuomo de Nueva York y el senador por Georgia Sam Nunn como las figuras emergentes del partido, caso del líder de la mayoría en la Cámara, Dich Gephart se apresuraron a manifestar públicamente que no tenían ninguna intención de presentarse a las presidenciales de 1992.
Sólo un oscuro ex senador por Massachusetts, Paul Tsongas, se atrevió a anunciar su candidatura a la designación del Partido Demócrata con un programa con el expresivo título de Llamada a las armas económicas, un tema que unos meses después se convertiría prácticamente en el monotema de las actuales elecciones. El pueblo norteamericano reconocía las cualidades de liderazgo de un presidente que no sólo había ganado una guerra contra Sadam Husein, sino que había dirigido acertadamente los destinos del mundo libre en una transformación geopolítica de magnitudes cósmicas como la provocada por la caída del comunismo y el final de la guerra fría.
Bush provocaba entusiasmos indescriptibles en todo el país, y su presencia era acogida de costa a costa como si se tratara de un héroe sacado de la Marcha triunfal de Rubén Darío. Uno tras otro, todos los dirigentes mundiales desfilaban por la Casa Blanca o eran invitados a pasar un fin de semana en la residencia campestre de Camp David o en la finca veraniega de Kennebunkport, en la costa de Maine.
Confiado en su popularidad, el titular de la Casa Blanca se permitía incluso alardear públicamente del "tedio" que le producían los temas de política exterior y de lo "cansado" que suponía tener que lidiar cada proyecto de ley con los líderes de un Congreso de mayoría demócrata..
"Hay que reconocer", dijo en una ocasión, "que resulta más entretenido y gratificante reunirse con Mitterrand, Thatcher o Kohl que con Dan Rostenkowski", en alusión al diputado por Illinois de origen polaco que preside el todopoderoso comité de asignaciones de la Cámara de Representantes y sin cuya ayuda o beneplácito es de todo punto imposible encontrar el dinero público necesario para financiar una ley.
Poco a poco, el brillo de la victoria militar de la Operación Tormenta del Desierto se fue desvaneciendo y el país se encontró inmerso en una recesión económica -en la realidad, mucho menos profunda de lo que los demócratas pretenden-, pero que esta vez afectaba a la totalidad de la población y no solamente a los obreros industriales, como había ocurrido en etapas anteriores, especialmente en la crisis de 1982.
Las predicciones de los asesores presidenciales en política económica -el director de la oficina presupuestaria de la Casa Blanca, Richard Darman, y el secretario del Tesoro, Nicholas Brady- en el sentido de que la recuperación económica estaba a la vuelta de la esquina no se cumplieron.
Dos han sido las causas principales de esta ausencia de reactivación de la actividad económica. En primer lugar, la desaparición de la antigua Unión Soviética, con la consiguiente eliminación de la guerra fría, no sólo no ha producido el esperado "dividendo de paz", sino que ha aumentado los niveles de paro. Las industrias de defensa han tenido que realizar despidos masivos al reducir el Pentágono de forma sustancial su presupuesto militar, un 25% hasta 1997.
En segundo, la crisis económica que afecta a los países europeos y Japón ha provocado, a pesar de la debilidad del dólar, una reducción de las exportaciones norteamericanas, que hasta ahora ocupaban un lugar estrella en el cuadro macroeconómico de este país.
El primer aldabonazo que la opinión pública dio a su presidente sobre el descontento hacia su política económica se produjo hace ahora un año, con motivo de una elección parcial para cubrir una vacante al Senado por el Estado industrial de Pensilvama. Segura del triunfo republicano, la Casa Blanca presentó como candidato nada menos que al secretario de Justicia de la actual Administración, Richard Thornbrough. Contra todo pronóstico, el candidato de la Casa Blanca sufrió una estrepitosa derrota.
Todos los expertos atribuyeron esa derrota a la continuación de la recesión y a la ruptura de una solemne promesa de no aumentar los impuestos hecha por George Bush durante la campaña presidencial de 1988. "Read my lips, no new taxes" (textualmente: "Lean mis labios, no habrá nuevos impuestos"), había sido, sin duda, uno de los eslóganes que llevó a Bush a la Casa Blanca.
Sin embargo, en el último trimestre del pasado año, el déficit presupuestario era tan elevado que, tras unas laboriosas negociaciones, Bush y el Congreso acordaron un plan de reducción del déficit para el presente año fiscal que obligó al presidente a romper su compromiso fiscal con el electorado.
Una de las víctimas de ese acuerdo fue el hasta entonces jefe del gabinete presidencial -cargo equivalente al ministro de la Presidencia en España-, el ultraconservador John Sununu, a quien el entorno familiar de Bush acusaba de ser incapaz por su inflexibilidad de entenderse con el Congreso.
La sustitución de Sununu por el secretario de Transportes, Sam Skinner, como coordinador de las políticas domésticas e interlocutor de la presidencia con el Congreso no produjo los resultados apetecidos. Aunque más flexible y dúctil que su predecesor, Skinner demostró una total falta de preparación para el cargo y una absoluta carencia de organización en un puesto donde, en frase gráfica de un veterano funcionario de la mansión presidencial, hay que "cazar las moscas antes de que emprendan el vuelo".
Un desastroso viaje a Japón en enero de este año, en el que Bush no sólo no consiguió el principal objetivo de su periplo, que era intentar la apertura del mercado nipón a la industria del automóvil norteamericana, sino que se desmayó en el transcurso de una cena oficial, no contribuyó precisamente a mejorar las fortunas presidenciales.
Sin embargo, y a pesar de un continuo declive en el índice de popularidad entre sus conciudadanos, Bush se mantuvo en una actitud pasiva, sin reaccionar. Era una actitud más de asombro e incredulidad que de planificación de una estrategia de contraataque.
Entretanto, los demócratas ya habían hincado el diente en el tema estrella de estas elecciones, la economía, y no estaban dispuestos a soltarlo. Desde su irrupción en la campaña electoral hasta su nominación en la convención de Nueva York el pasado julio, el cuartel general de la campaña de Bill Clinton en Little Rock, capital de su Estado natal de Arkansas, ha estado presidido por un gran cartel donde se puede leer: "¡La economía, estúpido!". El eslogan expresa a la perfección su estrategia de no desviarse un milímetro del tema que le pueda dar la victoria el 3 de noviembre.
Durante el verano, la Casa Blanca sigue dando la impresión
de ser un barco sin timón. Mientras Clinton consigue tras la convención demócrata de Nueva York fundir a las variopintas y a veces antagónicas fracciones del Partido Demócrata en un sólido bloque en tomo a su persona, los republicanos siguen con sus luchas intestinas entre las alas centrista y ultraconservadora.Bush, un centrista por tradición, cuyo programa se refleja en un discurso de aceptación francamente moderado, permite, sin embargo, para no incurrir en las iras de la ultraderecha del partido, que los representantes de esa tendencia se adueñen de la convención en Houston y se dirijan en directo a la nación con discursos apocalípticos sobre el aborto, los valores familiares y religiosos y la seguridad ciudadana a cargo del predicador Pat Robertson, el periodista y ex candidato a la nominación republicana, Pat Buchanan, y la esposa del vicepresidente Dan Quayle, Marilyn. El programa moderado de Bush queda así diluido por las intervenciones furibundas de los ultraderechistas.
Cuando la cobertura informativa de la convención republicana no se traduce ni siquiera en un mínimo tirón de su popularidad, el presidente intenta a la desesperada una última jugada. Bush despide a su segundo jefe de gabinetes, Skinner, y entrega los plenos poderes del día a día en la Casa Blanca, así como la dirección de la campaña electoral, a su antiguo amigo y socio el secretario de Estado, James Baker, con un prestigio de efectividad indiscutible en el país.
Baker, que traslada a todo su equipo político del Departamento de Estado al 1600 de la avenida de Pensilvania, intenta poner orden a la casa de tócame Roque en que se había convertido el aparato presidencial bajo Skinner. El hábil secretario de Estado capta inmediatamente el estado de ánimo del país y planifica una intervención del presidente dedicada exclusivamente a la exposición de un programa económico coherente para un segundo mandato.
La intervención de Bush recibe elogios unánimes, pero estos elogios no se traducen en una variación sustancial de la intención de voto. Bush se aferra a la baza Baker y, después de haber anunciado que el abogado tejano volvería a regir la política exterior norteamericana en el caso de repetir mandato, aprovecha el primer debate presidencial para anunciar que, caso de ser reelegido, nombraría a Baker superministro con plenos poderes para supervisar todos los programas económicos y domésticos.
La respuesta demócrata no se ha hecho esperar. Si Baker es un comodín que resuelve los problemas exteriores, interiores y económicos, ¿por qué no encabeza él la candidatura republicana en lugar de Bush?
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