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Tribuna
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El honor y la conciencia moral de Alemania

De vez en cuando surge un estadista que se eleva hasta alturas simbólicas debido a la confluencia de las necesidades de la sociedad a la que pertenece y a su propio carácter. Estos hombres sirvan para atrapar un momento histórico, y, después de haber cumplido su misión, desaparecen de escena para convertirse en referentes profundamente venerados. Willy Brandt fue uno de esos hombres, señala el articulista.

Aunque conocí a Brandt durante. 30 años y le veía con frecuencia, nunca llegamos a tener una relación verdaderamente íntima. Admiraba sus logros, aunque -a veces- sus medidas políticas concretas me inquietaban. Las apoyé cuando él era canciller y colaboré en la negociación del Acuerdo de Berlín de 1971, a pesar de mi escepticismo hacia la ostpolitik cuando se formuló por primera vez. Brandt fue una figura ejemplar y convincente, incluso para los que no podíamos considerarnos sus amigos. El mundo será un lugar más solitario y menos interesante sin él.Una de las causas de esta ambivalencia fue que su política estaba sujeta a los criterios de la diplomacia, que se ocupa de lo que ya conocemos, mientras que el papel histórico de Brandt era el de apóstol de una nueva era para su pueblo y, en definitiva, para toda la humanidad.

Para los que estamos casados con las verdades occidentales tradicionales, la ostpolitik supuso un gran desafío a muchas creencias arraigadas. El esfuerzo de Brandt por resolver directamente con la Unión Soviética el futuro de Alemania parecía arriesgado y posiblemente superaba la capacidad de Bonn para encargarse de ello sola. Al final de este proceso podría haber surgido una Alemania nacionalista sujeta a la extorsión de Alemania Oriental, satélite de Moscú, y de un Kremlin que dosificaba el progreso hacia una unificación por partes y conforme a sus propias condiciones. Sin embargo, cuanto mayor impulso ganaba la iniciativa de Brandt, más consciente era yo de que Brandt estaba obligando a Occidente a seguir el único camino que podía seguir. Por muy peligrosa que fuera la ostpolitik, la alternativa era aún más arriesgada.

Cuando Brandt se convirtió en canciller, en 1969, heredó una política que establecía que Bonn era el único representante de toda la nación alemana y que exigía a las demás naciones una política de no reconocimiento del régimen de Alemania Oriental. Con el fin de guardarse algunas bazas para una negociación de paz definitiva, la República Federal se negó a aceptar las nuevas fronteras de Alemania con Polonia a lo largo de la línea separatoria constituida por los ríos Oder y Neisse.

Una doctrina insostenible

A medida que pasaba el tiempo, empezó a quedar cada vez más claro que la doctrina de Hallstein, conforme a la cual Bonn rompería sus relaciones diplomáticas con cualquier Gobierno que reconociera al satélite germano-oriental era insostenible. A mediados de la década de los sesenta, la propia Bonn la había modificado con respecto a los Gobiernos comunistas de Europa del Este con al argumento, más bien poco convincente, de que éstos no podían tomar sus decisiones libremente.

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No obstante, el problema iba más allá de un mero matiz jurídico. En la década de los sesenta resultaba inconcebible que Moscú sencillamente permitiera que su satélite de Alemania Oriental se derrumbara sin luchar por evitarlo, o que esto pudiera suceder sin que previamente tuviera lugar un largo periodo de debilitamiento del comunismo soviético. Pero la crisis de Berlín de 1958 a 1962 había demostrado que ningún país de Occidente estaba dispuesto a correr el riesgo de iniciar una guerra o un enfrentamiento interminable sobre la condición jurídica que había que conceder a las autoridades de facto de Alemania del Este. Cualquier posible crisis que pudiera presentarse como resultado de la insistencia de Alemania en sus aspiraciones nacionales suponía un gran riesgo de que acabara provocando una ruptura de la alianza occidental. Nadie corrió hacia las barricadas en Europa Occidental cuando Nikita Jruschov amenazó con ceder a los países comunistas el control de las rutas de acceso a Berlín, lo cual implicaba una concesión indirecta de soberanía a Alemania Oriental. Los aliados occidentales, sin excepción, consintieron en la construcción del muro que habría de dividir Berlín, y que, al parecer, sellaba la partición de Alemania. La política alemana de la alianza occidental estaba fracasando.

De haber continuado, muy posiblemente habría terminado por dividir a Occidente aún más que las temidas consecuencias de la ostpolitik, de las cuales buena parte eran meras conjeturas y todas ellas a largo plazo.

Por esto llegué a considerar que la ostpolitik era. la salvación de la OTAN, a pesar de que estaba convencido de que para Brandt -en lo más íntimo de su corazón- la OTAN era una necesidad, nunca una máxima prioridad. En mi opinión, la alianza occidental sólo podía mantenerse unida si apoyaba a Brandt. Sólo así podrían los aliados mantener a Alemania dentro de las instituciones -como la OTAN y la CE- con las que se había comprometido. Sólo así asumiría Alemania la gran responsabilidad de la unificación; ningún aliado, por próximo que estuviera, ni la Alianza en su conjunto, podría desempeñar ese papel. Veinticinco años después de la guerra quedaba fuera de lugar toda tutela en la encarnizada cuestión nacional de Alemania.

Si Occidente se hubiera negado a cooperar con Brandt, tarde o temprano habría resultado inevitable que Alemania siguiera su curso en solitario. Alemania habría lamentado terriblemente el perder una oportunidad; los aliados occidentales habrían llegado a reprocharle el verse obligados a soportar repetidas crisis con la URSS sobre un asunto que sin duda les preocupaba menos que a su aliado alemán. La única salida era vincular la ostpolitik, como empresa fundamentalmente alemana, a una solución de la crisis de Berlín como iniciativa fundamentalmente de los aliados.

Tenaz inspiración

El que esta unión tuviera éxito -incluso un tremendo éxito- se debió en su mayoría a la tenaz inspiración de Brandt. Pero no resultó fácil, ni para Brandt ni para sus aliados. Todos éramos perfectamente conscientes de la lucha centenaria de Alemania por lograr la unidad, y de las tensiones que provocaba en el alma alemana su localización geográfica, y, quizá, psicológica, a medio camino entre el Este y el Oeste. La tardía unificación de los Estados alemanes había obstruido el desarrollo de la noción de interés nacional. El recuerdo de las guerras mundiales, y sobre todo del periodo nazi, agravaba los temores.

La contribución de Brandt a este proceso fue tan extraordinaria como indispensable. La discusión de los detalles de temas tan esotéricos como el acceso a Berlín no era lo suyo. Esa tarea se la dejó a su amigo, el infatigable Egon Bahr, que parecía más dispuesto a debatir el cálculo de recompensas y castigos con el que la Administración de Nixon se sentía a gusto. Lo que Brandt hizo fue trasladar el aspecto psicológico a un plano muy por encima del cálculo cotidiano de riesgos y beneficios. Comprendió que antes de que Alemania pudiera comportarse como una nación distinta tendría que sobreponerse al legado imborrable de su pasado. Y ésta era una misión no sujeta al habitual toma y daca de la diplomacia.

La Alemania de posguerra había tenido la tremenda suerte de que su primer canciller fuera el gran Konrad Adenauer, que acabó con la oscilación de Alemania entre el Este y el Oeste. Reconoció que una política que consistiera en enfrentar entre sí a los vecinos de Alemania terminaría por aislar a la República Federal. El compromiso de Adenauer con Occidente fue tan absoluto como para devolver la confianza en la fiabilidad y legitimidad de Alemania, un logro magnífico, si se tiene en cuenta el daño que Alemania había causado a la humanidad menos de 10 años antes.

Willy Brandt llevó el proceso algo más lejos. Adenauer había establecido la legitimidad de Alemania; Brandt le devolvió su honor y su categoría moral. No poseía la resolución inquebrantable de Adenauer, ni su destreza política. Su fuerza era de índole espiritual, y trasladó el asunto a un plano en el que la acusación más seria que se le podía hacer era tacharle de ingenuo. ¿Quién puede olvidar el momento en que Brandt se arrodilló en el lugar donde había estado el gueto de Varsovia? ¿O cuando se enfrentó a la multitud que se dirigía a la puerta de Brandeburgo para desafiar a la guardia fronteriza de Alemania Oriental? Una idea de lo que hizo por devolver a Alemania su categoría moral nos la da el que, después de él, la peor acusación esgrimida contra la nueva Alemania era que se mostraba excesivamente conciliadora hacia sus adversarios potenciales -sin duda un giro histórico-.

En cuatro años, Brandt completó la tarea que Adenauer había comenzado. Pero, a diferencia de Adenauer, Brandt no se encontraba del todo a gusto con la labor diaria de gobernar o forjar el consenso. Su vocación era la de profeta, no la de estadista. Mostró el camino a la Tierra Prometida. Por lo general, a los profetas se les recuerda más por su inspiración que por su agilidad a la hora de llevarla a la práctica. Brandt mostró a su pueblo cómo salir del desierto, pero no le correspondía a él lograr el triunfo decisivo de su sueño.

Relaciones con EE UU

En lo que respecta a Norteamérica, sus relaciones con ella fueron ambivalentes. Nunca fue un interlocutor con el que sus homólogos norteamericanos se sintieran cómodos -en parte debido a sus largos silencios, que ellos interpretaban como mal humor, y en parte porque no compartían su visión optimista de los objetivos soviéticos a largo plazo. Tampoco Brandt se encontró jamás a gusto con el presidente Nixon, cuyo mandato coincidió con el periodo en que Brandt ocupó su cargo, ni dejó de albergar dudas en cuanto a las intenciones de Norteamérica. No obstante, los dos países cooperaron de manera efectiva para aliviar las tensiones, a pesar de que los líderes norteamericanos no estuvieran tan dispuestos, como Brandt, a creer en la posibilidad de que existiera un comunismo humano. Al final, los hechos demostraron que ambas partes tenían razón: Brandt previó la inevitable evolución del sistema soviético; sus interlocutores estaban en lo cierto cuando aseguraban que era imposible humanizar el sistema comunista, y que sólo si éste se transformaba se podría lograr un verdadero progreso.

Pero éstos eran temas de futuros debates. Para alcanzar grandes progresos, bastó con que Brandt se percatara de lo vulnerable que es el comunismo al deterioro producido por el paso del tiempo, y de que los pueblos libres precisan que sus líderes les demuestren que no han escatimado esfuerzos por mantener la paz. No tuvo la fe incondicional en la política de Occidente que tuvo su gran predecesor, Adenauer, pero se mostró firme en la defensa de los valores occidentales y sublime a la hora de elevar las perspectivas no sólo de su pueblo, sino de toda la humanidad.

fue secretario de Estado con el Presidente Nixon.

Copyright 1992, Los Angeles Times Syndicate.

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