Los canadienses votan hoy en las urnas nuevas reglas de juego comunes
THIERRY MALINIAK ENVIADO ESPECIAL Los canadienses acuden hoy a las urnas para intentar dirimir, por medio de un referéndum trascendental, el debate existencial que vienen arrastrando desde hace varios decenios. La pregunta que figura en la papeleta es meramente jurídica: "¿Acepta usted que la Constitución de Canadá sea renovada sobre la base del entendimiento alcanzado el 28 de agosto de 1992?" (cuando el primer ministro federal y los de las B provincias llegaron a un acuerdo sobre un texto de reforma).
Pero la pregunta de fondo que plantea la consulta, aunque no figure en la papeleta, tiene otra dimensión: si serán, por fin, capaces los canadienses de establecer unas reglas de juego comunes aceptadas por todos, anglófonos y francófonos y si la provincia de Quebec encontrará el lugar que quiere ocupar en la federación canadiense, -si es que pretende permanecer -en ella.
La importancia de lo que se ventila no parece, sin embargo, trastornar desmesuradamente a los electores, cansados de tantos intentos infructuosos para resolver la crisis de identidad canadiense. Pocos son los carteles electorales que ensucian la impecable pulcritud de las calles de Montreal. La suerte, además, ya parece echada: todos los sondeos auguran una aplastante victoria del no, con una ventaja superior a 10 puntos. Quebec figura entre las provincias con el mayor voto negativo.
Y es que, como cualquier texto fruto de concesiones mutuas, el acuerdo sometido a los electores es heteróclito y vulnerable frente a las críticas de los radicales de ambos lados. Pretende realizar una renovación a fondo de las instituciones del país, para lo cual incluye más de 60 nuevas disposiciones constitucionales.
Instituye un nuevo modelo de Senado, cuyos miembros serán de ahora en adelante elegidos (hasta ahora eran designados por el Ejecutivo). Cada provincia tendrá seis senadores, cualquiera que sea su importancia. Se trata de una concesión a las provincias menos pobladas, que temían ser aplastadas progresivamente a nivel federal por Ontario y Quebec, los dos gigantes de la federación.
A cambio, Quebec tendrá asignada una cuota mínima permanente del 25% de los escaños en la Cámara de los Comunes. Este porcentaje corresponde actualmente al de la población de la provincia en relación al conjunto del país, pero la tasa de crecimiento demográfico quebequés se reduce rápidamente. Además, el texto reconoce explícitamente a Quebec como una "sociedad distinta" en el seno de Canadá, y prevé la transferencia a las provincias que lo deseen de las competencias en seis sectores: bosques, minas, turismo, vivienda, ocio y asuntos municipales. La reforma, por otra parte, establece el derecho al autogobierno de las "poblaciones autóctonas", es decir, a los indios.
Las provincias contarán con el derecho a retirarse de programas nacionales y adoptar los suyos propios, siempre y cuando sean conformes con los objetivos nacionales definidos.
El mejor texto posible
Es el mejor texto posible en esté momento, aseguran a coro el primer ministro federal, el conservador Brian Mulroney, y el de Quebec, el liberal Robert Bourassa, ayer adversarios polífticos, pero hoy unidos por una batalla común.
Mulroney intenta desanimar a los que afirman que Quebec podría haber conseguido un acuerdo más favorable si sus representantes hubieran negociado mejor. "Es una locura la idea de que se pueda decir no al acuerdo y volver después a la mesa de negociación para conseguir más", afirma de manera tajante. Pero la campaña de Mulroney tiene visos de esquizofrenia: al dirigirse a los quebequeses hace hincapié en las ventajas que les ofrece el texto, pero al dirigirse a los anglófonos, en cambio, insiste en que Quebec no sale de ningún modo privilegiado.
Bourassa, por su parte, invoca "la lucidez y el realismo" en apoyo de un acuerdo que, según afirma, compagina "la identidad nacional de Quebec con la interdependencia económica de Canadá". Pero el primer ministro quebequés ha salido muy perjudicado por unas declaraciones confidenciales, que fueron oportunamente filtradas a la prensa, de sus propios colaboradores, quienes le acusan de haber negociado a la baja y entregado virtualmente su provincia a la hidra centralista.
El bando del no constituye una heterogénea alianza donde figuran a la vez los nacionalistas quebequeses, que consideran el acuerdo como insuficiente (afirman, por ejemplo, que las competencias transferidas por el centro ya pertenecían a Quebec), y los centralistas anglófonos, para quienes, al contrario, el texto es demasiado generoso con los "separatistas".
Los partidarios del voto negativo se benefician además de un fenómeno global de rechazo hacia el poder, ya sea federal o provincial, en este momento de crisis económica, y cuando la cuota de popularidad de los gobernantes está cayendo en picado.
Frente al avance aparentemente imparable del no, la última contraofensiva ha venido del mundo de los negocios, que pinta con colores apocalípticos e Canadá del día después en caso de victoria del no.
Temor de los empresarios
Un informe de la Banque Roya le, la más importante del país, asegura que, en este caso, el ingreso promedio en el país se reduciría en 4.000 dólares por año el número de parados aumentaría en 720.000, y 1.250.000 canadienses dejarían su país.
Los dirigentes empresariales han salido a la palestra para advertir que la incertidumbre que generaría un voto negativo desanimaría a los inversores extranjeros. Pero todo eso no parece haber alarmado mucho a los canadienses, que consideran aparentemente que, después de tanto años sin consenso constitucional, su país puede perfectamente aguantar unos más.
'La cafetera constitucional' de Mulroney
El debate constitucional que se celebra hoy en Canadá evoca a veces el debate sobre las autonomías que tuvo lugar en España. Hasta en los términos. Mientras al Gobierno del presidente Adolfo Suárez se le reprochaba la estrategia del "café para todos", al del primer ministro federal, Brian Mulroney, se le critica por recurrir a la fórmula conocida como "cafetera constitucional".La crítica, en sustancia, es la misma: la de haber distribuido competencias a las provincias según las presiones ejercidas por cada una de ellas, sin haber determinado previamente y de manera coherente lo que debía permanecer en manos del Estado central.
No es el único paralelismo entre ambas situaciones. Los quebequeses, como en su día los vascos y los catalanes, se muestran cada vez más recelosos ante la perspectiva de un federalismo igualitario, que puede provocar una nivelación hacia abajo de las competencias de los más exigentes.
Los nacionalistas quebequeses hablan ahora de un "federalismo asimétrico", que les permitirá ir recibiendo más competencias aunque no sean transferidas al mismo tiempo a las provincias anglófonas.
Influir en Ottawa
Pero hay un aspecto en el que difieren, en cambio, ambas situaciones. Mientras vascos y catalanes hicieron siempre más hincapié en pedir más transferencias a sus respectivas comunidades que en influir en Madrid, los quebequeses, en cambio, aspiraron no sólo a mandar más en casa, sino también a estar presentes de manera decisiva en Ottawa.
Esta pretensión era comprensible si se recuerda que los francófonos representaban la tercera parte de la población del país cuando nació Canadá como Estado, pero parece cada vez más difícil de satisfacer conforme se va reduciendo su peso demográfico.
Si se mantiene el actual atolladero constitucional, todo indica que el nacionalismo quebequés, en vez de intentar conquistar la capital canadiense, entrará cada vez más en la fase de repliegue sobre sí mismo.
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