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Réquiem por un político español

En la muerte de Francisco Fernández Ordóñez nuestra pasión no queda sin amparo. El recuerdo de los comienzos de una amistad, la nuestra, crece entre follaje y maleza, materia seca y verde, que es su obra, la de todos un poco.Tenía, desde luego que sólo por fuera, una testa mussoliniana. Pero hasta en su monogamia naturalísima era distinto del Duce. Un gesto catalán y de cabeza, pero esta vez por encima, de Pío Cabanillas, que costó a éste el Ministerio de Información y Turismo y trajo la dimisión de su departamento de Antón Barrera de Irimo, propició su salida voluntaria de la presidencia del Instituto Nacional de Industria. Mientras lo fue, dominábamos él y yo casi por entero la plaza del Marqués de Salamanca: él, desde su edificio grande; yo, desde el hotelito un poquito cursi, un punto afrancesado que era entonces la sede del Taurus de mi alma. Digo casi porque no nos atrevimos a adquirirle su puesto a la castañera de una esquina y a su retoño menguado de mientes, Tomábamos café a solas y almorzábamos con otros. Preparábamos pues conspiraciones y conspirábamos. En su casa de Guisando, la misma en la que ha muerto, redactamos al alimón, sin complejos de Goncourt, Álvarez Quintero o los Machado, su discurso de despedida, pieza que echó chispas y desgarró definitivamente la tela de su relación generacional con el franquismo.

Desde el Banco Exterior de España, dejó a Natacha Seseña que organizase una exposición con gran talento y que tuvo éxito: abanicos pintados por pintores actuales. Para el catálogo nos pidieron texto de extensión varia y con la misma paga de 50.000 pesetas. Empecé yo a escribir el mío y, cuando había redactado la primera frase, recibí la llamada de Jaime García Añoveros. Se la leí y me aconsejó insistentemente que la dejase como estaba: "El abanico más cursi es el de las posibilidades". Siempre sigo las sugerencias de Jaime, por triviales que parezcan, ya que el antiguo fiscus boy es entre todos mis amigos quien mejor me conoce. Se publicó mi frase y me la pagaron como a los otros, amigos algunos y conocidos todos. Regocijó Hortelano y enfureció Benet. Nunca llueve, sobre todo el dinero, a gusto de todos. Para colmo fue a mí a quien eligió Paco para presentar la exposición. Allí contó lo del discurso compartido y vi allí a Enrique Tierno vivo por vez última. Terminé mi perorata sobre el asesinato del abanico abanicándome muy ricamente.

Durante las juntas generales de EL PAÍS, cuando éste no estaba aún centrado, solíamos sentamos ambos, junto con Antonio Eraso Campuzano, en las últimas filas de la sala. Si quienes hablaban no eran de nuestro agrado, pateábamos y gritábamos inarticuladamente como chicos en la escuela primaria. (Siempre he tenido la sensación de que los pies infantiles, que a veces no llegan al suelo si el niño está encaramado en silla de mayores, son algo mortificado y a punto ya de helarse. "Piececitos de niño / muertecitos de frío", fue la nana de Gabriela Mistral. Por tanto, aquel pateo era una redención general de la infancia, y prueba muy sonora de que nos íbamos haciendo mayorcitos, aunque no como Rosa Coldfield, de Jefferson, según Faulkner). Eraso y yo ladeábamos con mejor suerte que Paco a una dama que dejó el buen ver con la primavera de sus años y que sableaba impúdicamente a los señores solos. A solas nos sentamos muchas mañanas en el Palace, cuando él tuvo su despacho en Juan de Mena. Recibí entonces confidencias suyas conmovedoras sobre su cristianismo y otras virtudes más bien raras.

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Incluso en el artículo necrológico que estimo más excelso, el de Añoveros, echo a faltar el nombre de Dionisio Ridruejo. También Dionisio tuvo mucho de italiano, aunque por lo menudo y muy por dentro. Todo demócrata español ha visto en Ridruejo el prototipo de la ejemplaridad. Fue una de las puertas grandes de la transición, nada giratoria por cierto, como tantísimas otras. ¿Le ayudaron a serlo, a mantenerse siéndolo, su prosa ardiente, sus helados versos, su pintura y sus dotes incalculables para la conversación y la amistad, que no es precisamente lo mismo que el tan cacareado diálogo? Algunos han buscado en Ridruejo compañía muy poco merecida. Ordoñez siguió algunas de sus huellas. ¿Por qué, pues, la omisión? Claro que tampoco se ha hablado lo suficiente de don Indalecio Prieto, que confesó deber hacer, en tanto ministro socialista de Hacienda, una política escasamente socialista. Ordóñez la hizo en cambio como ministro centrista. Nos sacó los duros sin abroncamos, que ya es algo. Es más comprensible que no se haya citado a Fermín Solana y a María Rubio. Solana fue su escudero hasta literario. Besteriano hasta la médula y peculiarísimo de carácter, don Fermín, santanderino cuadrado, ha hecho una carrera política desastrosa.

De Justicia Mayor del Reino, ya con un pie fuera del centrismo, estableció una ley generosa de divorcio. Barullo de capisallos. No sé qué minucia fui a encomendarle en su despacho del viejo caserón de San Bernardo y escuché, porque así él lo quiso, las tramas toledanas entre solemnidades del Corpus, tramas con mucha cara de otros y cruz para el ministro. Recibía anónimos piadosos, esto es insultantes, en su casa. ¡Él que era monógamo contumaz! Fue su etapa política más desagradecida, aunque los que no somos hipócritas y preferimos un divorcio sincero a una falaz anulación y dineraria sí que le quedamos reconocidos. Ante ciertos matrimonios, me viene al cacumen el verso emblemático de Jean Racine: "La hija de Minós y de Pasifaé". El suyo no le dio hijos. Acaso en Hacienda y Justicia, sin ser Macbeth, anduvo ligero de equipaje: He as no children. ¿Chaquetero? Jamás. Siempre fue el más fiel español, igual que fiel francés el obispo de Autun, ministro Tayllerand y príncipe de Benevento. ¿Aprovechado? Su único lujo fueron los libros, los cuadros, los perros y los amigos.

Con la prensa dominaba como quien lava aquello que yo practico: hablar mucho para callar lo que vale. Para uno de sus libros le propuse el título, préstamo de un aragonés crítico y fino, de La España pulpitable, pero no quiso hurgar en la herida de la clerigalla.

En el Ritz y ante el ministro de Asuntos Exteriores de Israel nos acusó a su hermano José Antonio y a mí de liarle taimadamente. Y así era. Al fin y al cabo, de todos los Ordóñez, el ingeniero, y académico por mi propuesta y con mi contestación a su discurso de ingreso en la Real de San Fernando, es el que no hace política y hace que la hagan los demás. Estuve con Paco por última vez durante la visita de Mitterrand a la Exposición Universal de Sevilla. No le pregunté por cómo se encontraba. Yo lo sabía. Fue aquel día, y seguirá siéndolo siempre, el que era. "Los príncipes", escribió el fresco de Voltaire, "tienen cortesanos. Los hombres virtuosos sólo tienen amigos". Lo somos, tú y yo, Paco.

Jesús Aguirre es duque de Alba.

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