Rigobertas
La exaltación pública de Rigoberta Menchú a raíz de la concesión del Premio Nobel de la Paz -por una vez en justicia, dentro de un elenco anterior mayormente dudoso- refleja de nuevo la doble moral de a Dios rogando y con el mazo dando con que nos manejamos. A esta impresionante mujer, símbolo de la resistencia indígena y, muy especialmente, emblema de tantas mujeres que encabezan la lucha, ya la ha recibido el presidente de su país, Guatemala, porque no se puede ir de demócrata por la vida y luego quedar como un cochino ante la comunidad internacional, tan sensible a los gestos, y tan poco a los hechos, por otra parte. También Salinas de Gortari, presidente de México, le da una recepción: a pesar de que a sus propios indígenas, a los mexicanos, su Gobierno les ha quitado recientemente el derecho a las tierras comunales.Pero ahí está Rigoberta, y con ella su pueblo, sus pueblos: chaparrita, con su huipil de hermosos colores, su cinta en el pelo, inclinándose desde su enorme estatura moral para saludar, con sonrisa irónica, a esos señores blancos, altos, de camisa y corbata, que gobiernan de acuerdo con los intereses que les marcan otros, también vestidos de civil o dotados de divisa militar. Ahí están todas las Rigobertas de América, viudas, huérfanas y con hijos asesinados, u obligados a alistarse en el Ejército en trágicas redadas, o precariamente sobrevivientes a una alimentación de farináceos y leche de aguas fecales. Por una vez, sin tener que correr o esconderse o cruzar de noche la frontera para zafarse de la persecución de la autoridad, por una vez recibida con honores y no proscrita.
Tan firme como la pachamama, la madre tierra, e igualmente castigada, y proclamando su derecho a existir entre los que más derechos tienen.
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