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Tribuna
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La democracia paritaria

Para sobrevivir en un mundo en el que la fuerza física tenía mucha mayor importancia social de la que tiene en los países avanzados de finales del siglo XX, las mujeres han tenido necesidad, hasta épocas recientes, de la protección de los hombres, dotados de mayor fuerza muscular y no sujetos a la maternidad. A cambio de esta protección, los varones han exigido obediencia, disponibilidad sexual, reproducción y trabajo. Si surgían conflictos en la relación, el hombre, que detentaba el poder social y familiar, podía recurrir a las leyes y costumbres que reconocían su superioridad moral e intelectual, pero que, como la experiencia ha demostrado, no tenían otro fundamento que su superioridad muscular y la inferioridad femenina derivada de la maternidad. Efectivamente, la incorporación de las mujeres a todos los niveles del sistema educativo y el mejor conocimiento de cómo funciona el cerebro humano han demostrado que los hombres no son superiores intelectualmente a las mujeres, quienes están, por ejemplo, obteniendo mejores resultados escolares y académicos.Ese contrato social entre hombres y mujeres, claramente explícito en su dimensión familiar, que implicaba, además de la subordinación femenina, la división sexual del trabajo, ha existido, sin ser puesto en cuestión, durante siglos y siglos y ha convencido a generación tras generación de que los hombres eran seres humanos superiores a las mujeres, de lo que se han derivado toda una serie de consecuencias; entre ellas, la creencia de que lo que hacen las mujeres tiene menos valor y menos dificultad que lo que hacen los hombres; y, también, la de que las mujeres están menos capacitadas que ellos para tomar decisiones importantes y, en general, para hacer lo que los varones han realizado tradicionalmente en exclusividad. De ahí han surgido los obstáculos para conseguir la igualdad real de oportunidades entre los dos sexos, incluso cuando, como ocurre en los países más desarrollados cultural y económicamente, entre los que España se encuentra desde hace poco tiempo, los cambios tecnológicos, demográficos y legales hacen teóricamente posible y constitucionalmente necesaria la igualdad social de las dos mitades de la población.

Gracias a los avances tecnológicos, la fuerza física es cada vez menos necesaria para la producción de bienes y servicios y cada vez las mujeres dedican un porcentaje más reducido de su tiempo de vida adulta, y, por tanto, de los años en que pueden ser activas profesionalmente, al cuidado de sus hijos. Máquinas cada vez más perfectas van sustituyendo parte del trabajo realizado por los seres humanos, y la automatización se va extendiendo a la fabricación de muchos productos; por otro lado, los avances médicos y sanitarios han prolongado la vida de las personas, y el número de hijos por mujer ha descendido considerablemente.

Además, la opinión pública y' las leyes rechazan, aunque muchos hombres la sigan utilizando, la fuerza física para resolver los conflictos entre las personas, y la igualdad jurídica entre los dos sexos es ya una realidad, amparada constitucionalmente, que va acompañada de algunas normas y acciones que facilitan el ejercicio de la maternidad y de la paternidad de forma compatible con la vida profesional.

Para alcanzar la igualdad, existen, sin embargo, barreras difíciles de superar, que tienen relación con actitudes de las personas firmemente arraigadas y que, por ello, se van modificando muy lentamente; con la resistencia, consciente o inconsciente, del colectivo de los hombres, muchos de los cuales no están dispuestos a ceder parte de su poder ni a aceptar como competidoras, en igualdad de condiciones, a las mujeres; y, también, con las estructuras sociales existentes y especialmente con la organización de la vida familiar y del trabajo. Aunque cada vez sea mayor el número de mujeres que contribuyen a la producción de bienes y servicios para el mercado, y no sólo para el consumo familiar, y aportan ingresos monetarios a la familia, ésta y el trabajo siguen estando organizados como si la división tradicional de funciones entre los sexos apenas se hubiera modificado. Como si la mujer fuera la única responsable del trabajo doméstico y del cuidado de los hijos, los enfermos, los ancianos o discapacitados, y los hombres, los únicos responsables de los ingresos monetarios y, por ello, trabajadores con derecho a un salario familiar suficiente para atender sus necesidades y las de toda su familia.

Aunque las mujeres han estado ausentes del mundo público e incluso tuvieron prohibido el derecho a la educación, ello no significa que no hicieran nada: realizaban y realizan actividades esenciales para la sociedad. Por ello, si el desarrollo de la democracia exige que las mujeres, en la misma medida que los hombres, se incorporen a la producción de bienes y servicios para el mercado y a las responsabilidades políticas, es necesario resolver de forma justa y eficaz cómo van a seguir realizándose las tareas que la población femenina siempre ha desempeñado en el ámbito de lo privado. Mientras esto no se consiga (por ejemplo, con el desarrollo de lo que llamamos el Estado del bienestar, con una fuerte, reducción y flexibilización de la jornada laboral y con el crecimiento y distribución de la riqueza, que permita a las familias la compra en el mercado de los bienes y servicios que todavía se producen en casa), las mujeres tendrán muchas dificultades para incorporarse al mundo público y se verán obligadas a desempeñar un doble trabajo o a renunciar a la vida familiar para liberarse del trabajo doméstico. El descenso del número de hijos por mujer en los países occidentales es, sin duda, una respuesta parcial a esta situación, ya que no libera a las mujeres totalmente del trabajo doméstico, pero lo reduce considerablemente. Debido a estas dificultades, todavía muchas mujeres, más cualificadas y competentes que muchos hombres, se limitan a la producción de bienes y servicios para el consumo familiar y están, por ello, subempleadas, produciéndose así una mala utilización de los recursos humanos disponibles; y en aquellas áreas, como la política, a las que se están incorporando poco a poco se ven obligadas a adoptar comportamientos masculinos en vez de aportar valores que se han considerado hasta ahora positivos y casi exclusivamente femeninos. Una participación más equitativa y, por tanto, más numerosa de las mujeres en la vida pública les permitiría incorporar nuevas ideas a la teoría y a la práctica políticas gracias a que parte de sus conocimientos y experiencias no son iguales a las de los hombres, precisamente por esa división sexual del trabajo que ha existido siempre. Ello no quiere decir que las mujeres y los hombres sean esencialmente diferentes, sino que es necesario tener en cuenta que su cultura no es la misma, por lo que unas y otros pueden contribuir, con puntos de vista y perspectivas distintos, a la actividad política. La diversidad ayuda a ver el mundo desde ópticas distintas y muchas veces más claras y ajustadas a las necesidades reales de la población.

En las sociedades democráticas, el poder -político, económico y cultural- debe estar en manos de muchas personas diferentes. Las decisiones políticas (que son las que tienen relación con las leyes, y demás normas obligatorias y con las que establecen la distribución de los recursos públicos) se toman a través de un proceso muy complejo, en el que intervienen muchos individuos que deben representar diferentes opciones políticas, diferentes intereses, regiones y culturas. Si un grupo mayoritario de la sociedad, como es el de las mujeres, no está representado en absoluto a lo largo de ese complejo proceso de toma de decisiones o su presencia se limita casi exclusivamente a la participación electoral, existe el riesgo de que sus puntos de vista y sus intereses sean ignorados o mal interpretados. Puede incluso ocurrir que sé quiera sustraer a las mujeres otro poder, que es el que tienen los seres humanos sobre la reproducción de sí mismos; en este caso, el proceso de toma de decisiones es bastante simple y en él las mujeres tienen un papel preponderante, por razones biológicas.

Las dificultades que han tenido las mujeres, y siguen teniendo en muchos lugares del mundo, incluidos algunos países democráticos como el nuestro, para recurrir, por decisión propia, al aborto se deben a las ideas todavía confusas que muchas personas tienen sobre la capacidad moral e intelectual femenina. Si el Consejo de Ministros ha aprobado un proyecto de reforma del Código Penal que todavía exige un certificado médico para terminar la situación de angustia de la mujer que desee abortar, es porque los ministros, creyendo interpretar el sentir mayoritario de la población y la doctrina del Tribunal Constitucional, piensan que las mujeres, como los hombres, pueden ser, por ejemplo, ministras o tener la patria potestad sobre sus hijos, pero no deben tomar por sí solas la decisión de continuar con un embarazo que, por la situación en que se encuentran, no desean. Lo cual, evidentemente, es absurdo. Menos lo sería, desde el punto de vista del interés general, pedirles a los ministros, para serlo, un certificado de aptitud para el cargo, que también podría dar, por qué no, un médico. En el hipotético caso de que el Consejo de Ministros hubiera estado constituido por un 60% de mujeres, en vez de por un 14,2%, la decisión, probablemente, hubiera sido diferente, incluso aunque algunas de las ministras hubieran pertenecido a un partido conservador. Mujeres conservadoras, como la francesa Simone Veil o la alemana Rita Süsmuth, son ejemplo de cómo, en países europeos de mayor tradición democrática y menor influencia de la Iglesia católica, las mujeres de ideologías diferentes comparten los mismos puntos de vista cuando se trata de defender sus derechos a la libertad, la dignidad y la intimidad, que pueden no ser respetados con el proyecto del artículo 153 del Código Penal. De ahí la importancia que las asociaciones de mujeres de los países occidentales están dando a las acciones en favor de una presencia equilibrada de mujeres y hombres en todos los órganos de decisión y, en general, a un reparto más justo de las responsabilidades familiares y profesionales entre las dos mitades de la población. Se trata de conseguir lo que en el Consejo de Europa se ha definido como la democracia paritaria, a la que sólo. se aproximan por el momento los países escandinavos, con una participación femenina en los parlamentos y en los gobiernos que ronda o supera el 40%. A nosotros, que conseguimos un avance porcentualmente importante en algunas instancias gracias a la aprobación del sistema de cuotas en el PSOE y en IU, nos quedan todavía muchos obstáculos por superar, ya que nos movemos en porcentajes de participación femenina en instancias de decisión política que giran alrededor del 14%.

Carlota Bustelo es miembro del comité de la ONU para la eliminación de la discriminación de la mujer.

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